Por Alejandro Páez Varela
@paezvarela
Hace poco más de 10 años, cuando Felipe Calderón Hinojosa era Presidente de México, publiqué este texto en las páginas editoriales del diario en el que trabajaba. Se llamaba, como el título que le repito para este mismo texto, “Una oración de preguntas inocentes”. Fueron de mis últimos textos en esa sección del periódico. No lo contaré ahora porque no viene al caso, pero después de estos artículos me vi obligado a refugiarme en las páginas de la sección cultural para seguir escribiendo. Se me dijo que mis textos molestaban en Presidencia. Mi director, por supuesto, se fajó para defenderme. Pero como me aferré a publicar lo que me daba en gana, tuve que aceptar el costo: me quitaron la columna y me fui a la página cultural. Eventualmente tuvimos que irnos, en grupo, renunciados. Como digo, no viene al caso contarlo a detalle.
Más bien rescato este texto porque, pasada una década de que fuera publicado, me vienen muchas reflexiones sobre lo que somos hoy y sobre los que éramos entonces. Fui a cenar el viernes y escuché en una mesa que estaba a un lado: “Estamos de la chingada”. Me acorté de aquél texto durante la noche y me puse a buscarlo. Aquí está. ¿Por qué este texto y no otro? Porque quedó como una especie de lista de asuntos que me hartaban, que me tenían hasta la madre entonces. Hay muchos de aquél periodo sobre la guerra, sobre la corrupción, sobre la prepotencia y la impunidad. Este recupera los temas de esos días y temas de fondo. Sirva mi catarsis de hace diez años a manera de repaso de lo que éramos y de lo que somos; el dónde estamos una década después. ¿Estamos de la chingada? Evalúe. ¿Hemos avanzado? Evalúe. Mídase y mida y evalúe. No digo más. Aquí va, el texto.
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Una oración de preguntas inocentes
¿Por qué debemos rendirnos a diario frente a los choferes del transporte público; entregar parte de nuestra energía en soportar sus abusos cuando vamos al trabajo, a nuestras casas? ¿Por qué pueden detenerse donde quiera, levantar pasaje cuando quieran, llevar las luces encendidas o apagadas o ir a 100 kilómetros por hora en un contrasentido de calle? ¿Por qué reconocer que los agentes de tránsito no van a detenerlos jamás, ni a ellos ni a los taxistas? ¿Por qué dar por un hecho que pueden convertir cualquier esquina en un chiquero pestilente?
¿Por qué debo aceptar que Elba Esther Gordillo, amiga del jefe del Ejecutivo, sea parte de los actos públicos y de la escenografía del Estado, cuando a leguas sabemos, los mexicanos, que no hay manera de lavar su grotesca fortuna, que se hizo en esta generación y a costa de los maestros, y si no, de dónde?
¿Por qué debo soportar a los notarios públicos, lentos, déspotas, caros, príncipes sin título nobiliario? ¿Por qué un corredor público no tiene las mismas facultades que estos varones que huelen a rancio, a cansado, a un México de castas y clases; que cobran exactamente lo que quieren porque son “la representación viva de la Ley”?
¿Por qué debo tragarme las “crisis cíclicas” y sus estornudos y sus fiebres y sus resfriados financieros? ¿Por qué tengo qué asumir como míos los errores de los que administran la hacienda pública y aparte asalariarlos para que lo hagan mal?
¿Por qué debo pagar las cuotas que “me asignen” por el servicio de teléfono, por el de Internet, por el de televisión por cable? ¿Por qué no puedo aspirar a cambiar de compañía de celular sin que implique dos, tres, cuatro mañanas de mi vida, de por sí recortada por todos los trámites que hago para simplemente subsistir? ¿Por qué no tengo opciones y debo atenerme a esos monopolios, gordos de tanto ganar?
¿Por qué debo besarle las manos a los escribanos que levantan las actas en las oficinas del Ministerio Público? ¿Por qué hacerme a la idea de que cuando me roban, me asaltan, violan mis derechos, me despojan o me pisotean no va a pasar absolutamente nada? ¿Por qué debo irme a casa con la frustración de saber que esos que cargan uniforme son los mismos, o son peores que los que me secuestraron, me mutilaron, corrompieron mis sueños de libertad o de un país justo?
¿Por qué debo reconocer como propias las cuentas de las tarjetas de crédito que llegan a mi nombre, cuando los cargos por su uso yo no los calculé ni los firmé ni me los asigné y “dependen del mercado”, de ese abstracto “mercado” que parece que no tiene rostro pero que por supuesto tiene dueño y es el que fija mis tasas de interés? ¿Por qué debo cargar con sus ganancias exorbitantes, con sus casas en Valle de Bravo y sus helicópteros y sus trajes de diez mil dólares y sus cuentas incalculables y los colegios exclusivos de sus hijos en el extranjero?
¿Por qué debemos pagar los BMW, los Jaguar, los Mercedes Benz y los yates; los relojes de cientos de miles de pesos y los trajes brillosos de mal gusto de tantos líderes sindicales que viven a perpetuidad de nuestro impuestos, o de nuestras empresas como Pemex, como Luz y Fuerza, como la Comisión Federal de Electricidad?
¿Por qué pagamos con nuestro trabajo tantos guaruras, toneladas de impresos y de anuncios espectaculares que sólo sirven para el ego que alimenta los días de elección? ¿Por qué liquidamos las cuentas, en los mejores restaurantes, de los ministros y ex ministros de la Corte; por qué pagamos la factura por sus gustos palaciegos y sus vidas rimbombantes?
¿Por qué debo aceptar que con mi trabajo se alimenten los partidos, cuya insolvencia moral está más que probada; que no me representan y sólo me requieren allá por julio, cada equis tiempo, para validar su voracidad a través de un sistema que llaman “democrático” pero que sirve para que un grupo breve –entre 110 millones de almas– lleve una vida exclusiva?
¿Por qué sigo pagando por 500 curules, secretarias y secretarios, asistentes técnicos y leguleyos paralelos? ¿Por qué tengo qué proveerles de lavavajillas y lavadoras, mucamas y mármol, corbatas y sacos y alguien que los disfrace con discursos grandilocuentes? ¿Por qué pongo los billetes que permiten que se duerman, cuando el país, mi país, se desploma por su doble peso?
¿Por qué debo tragarme los monopolios televisivos, los de medicinas y hospitales? ¿Por qué respirar sólo el aire que me dejan los millones de burócratas? ¿Por qué debo recordarlos cada semana, cada quincena, en el rubro de “impuestos” impreso en mi cheque de asalariado?
¿Por qué debo entregar cuotas por dejar mi auto en un lugar público, y asumir que si no lo hago lo van a desvalijar? ¿Por qué debo asumir que los revendedores de boletos y los policías que los cuidan en cada evento van a existir siempre?
¿Por qué aceptamos el silencio cuando vimos cómo secuestraban nuestro futuro? ¿Por qué no puedo preguntar en dónde quedó el petróleo, el que ya se chuparon? ¿Por qué 40, 50, 60 millones de miserables en un país tan rico?
¿Por qué debo aceptar que no hay otra manera de gobernar esta nación que por medio de la jauría que pomposamente llamamos “clase política”? ¿Por qué debo leer sus discursos? ¿Por qué debo reconocerle como parte orgánica de México? ¿Por qué seguimos sirviéndole la mesa?
¿Qué hicimos mal?
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