Por Alejandro Páez Varela
Cuando yo era un adolescente, desde el techo de mi casa en Ciudad Juárez era posible ver, a simple vista, el barrio en el que vivía mi hermano Aurelio en el Paso, Texas. Años antes se había mudado a Estados Unidos en busca de oportunidades. Yo iba a visitarlo a pie hasta la calle La Luz, así, en español. Siempre corría con suerte en el cruce fronterizo, pero me mantenía alerta y había memorizado qué decir en caso de que los agentes me cuestionaran por algo.
La política migratoria se fue endureciendo en los siguientes años. Alguien que cruzaba cinco veces en una semana, ya fuera para trabajar en México o en Estados Unidos –dependiendo dónde tuviera su residencia– en una o dos ocasiones era cuestionado por el agente de migración, y debía dar explicaciones.
Y años más adelante, los agentes estadounidenses se pusieron más agresivos. Muchas veces vi cómo familias pobres eran retenidas durante horas en el Puente Libre, que era el que yo utilizaba. Algunas de no hablaban inglés aunque tenían en regla sus documentos o estaban compuestas de ciudadanos estadounidenses. Las historias de gente a la que se les retiraban visas se fueron haciendo cada vez más comunes mientras que los derechos para los residentes se fueron limitando hasta lo que ahora conocemos.
Extrañamos a Barack Obama, pero hay que saber que él expulsó en ocho años a casi 3 millones de migrantes, siguiendo políticas de Estado que se vienen endureciendo durante los últimos treinta años. Nos quejamos del muro que empezará a construir Donald Trump, pero a lo largo de la frontera hay tramos que envidiaría Israel.
Hoy, debido a lo escandaloso del sátrapa anaranjado, el tema migrantes se ha vuelto foco de atención. Pero durante décadas, y lo sabe bien un habitante de la frontera, hombres y mujeres han sido maltratados por agentes migratorios y no solamente de Estados Unidos, sino también de México.
Para nuestra propia vergüenza, al menos en Estados Unidos sabes medianamente a qué atenerte: entiendes que son racistas, que usarán cualquier oportunidad para humillarte, para recluirte y amenazarte, y si no caes (o caías) en el condado de Maricopa o en alguno otro, era posible adivinar que saldrías con vida.
Pero en México, miles de migrantes se lanzan al vacío por necesidad y no saben si sobrevivirán a policías y criminales que los estafan, los explotan, los matan.
Cuando escucho historias de migrantes deportados y vejados me alegro porque un fronterizo sabe que esas historias son, en todo caso, noticias viejas y siempre ignoradas por las mayorías. Durante años y años, mexicanos o centroamericanos han sido abusados y sus derechos violados y apenas un puñado de activistas o gente sensible ha salido en su defensa. La prensa mexicana no cubre migrantes; el gobierno los voltea a ver ahora, porque sabe que sin esa mina de oro habría un estallido social en México.
Nos asombramos con un caso en Los Ángeles y otros diez en Texas, pero no nos conmovemos, y no nos hemos conmovido durante años, por los miles y miles de centroamericanos que en nuestro propio suelo y frente a nuestras propias narices han sido víctimas de todo tipo de abusos. Y me alegro que ahora se cubra noticiosamente esta tragedia que lleva décadas, en parte gracias a la bocota de Trump, porque ya era tiempo de que los mexicanos recobráramos el rubor y nos diera vergüenza que no hemos movido un dedo por esas miles de familias que deben abandonar su tierra por la violencia o por la falta de oportunidades para caer en manos de los depredadores que son de su propio color de piel, que hablan su propia lengua, que muchas veces salen de sus propios pueblos.
Años y años ignorando la tragedia, abandonando a nuestros conciudadanos a su suerte. Años y años negándole la atención a los migrantes.
Posiblemente Trump no nos venga tan mal. A veces es necesario un balde de agua hirviendo en la cara para que despertemos.
Ojalá que la indignación con la que miramos hoy hacia el norte, más allá de la frontera, se vuelva una constante.
Ojalá que los migrantes no sean una moda más, como muchas en México.
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