Arturo Montiel. Foto: Archivo
Un amigo me contó que cuando se destapó el escándalo de David Korenfeld por el uso de helicópteros para ahorrarse un Uber, que fue en fin de semana, hubo extrañeza entre funcionarios de buen nivel que forman un grupo al que conoce. Se preguntaban entre ellos, genuinamente, dos cosas. Una, la clásica: quién había filtrado las fotos a la “pinche prensa”. Y dos: ¿de verdad no se pueden usar los helicópteros para “ir al trabajo”?
–Para muchos en el Gobierno federal, sobre todo para los cachorros que vienen del Estado de México, los helicópteros son parte de sus prestaciones –me dijo–. De verdad. Así lo creen. Los gobernadores y secretarios del Edomex los usan para ir a sus casas de descanso, a sus condos de Acapulco cuando Acapulco era seguro. Al menos así lo han hecho durante décadas.
Me dijo que, si lo analizas fríamente, muchos de los juniors del grupo político del Edomex no tienen por qué creer que el uso de un helicóptero para asuntos personales es robarse recursos de la Nación. Es gente que lleva dos, tres o cuatro generaciones usando recursos públicos en su beneficio. Su abuelo y su padre lo hicieron. O bien, es gente que ve eso como parte del premio: ya llegaron a donde llegaron, y entonces los helicópteros, los favores de los constructores y de empresarios de otros ramos son “facilitarles la vida” y lo merecen. “Entre ellos no hay conflicto [moral o ético]. Es lo que es”, me dijo.
Una colega que tiene una cierta obsesión con los atlacomulcos me alegaba –y quizás me convenció– que es el argumento del Presidente Enrique Peña Nieto, cuando decía que “la corrupción es cultural”, es realmente genuino.
–El Presidente no miente. Por supuesto que la corrupción es cultural para muchos de ellos. Si creces junto a los más corruptos; si te rodeas de empresarios tan corruptores que bien caben en la élite corruptora del mundo, desde Rusia hasta Estados Unidos, entonces la corrupción es parte de una cultura.
Mi amigo y la colega no se conocen, pero coincidían en muchas cosas. Por ejemplo, en su apreciación sobre Arturo Montiel.
–Era un ejemplo a seguir –me dijo ella–. Esa foto donde se le ve en un jacuzzi era una inspiración para las generaciones que vendrían [o vendrán]. Todos quieren ser él, como él. Ser alguien en la vida, en su cultura, es ser como él.
–Korenfeld no se cuidaba. Nadie se cuidada –me dijo él–. Usar helicópteros era apenas una parte del premio; apenas una probadita del éxito. Nunca sabremos cuántos viajes le pagamos a Montiel en helicóptero o en aviones porque eso es ya archivo más que muerto; pero ellos saben que si te agarran, se arregla. Por eso la reacción de Korenfeld de “pago una multa”. ¿Te acuerdas? ¿Recuerdas que de inmediato dijo que iba a pagar la multa que correspondiera? Es muy difícil desterrar eso. Es parte de su cultura.
Cada quien a su manera me explicaba que dentro de ese club exclusivo, llegar alto tiene un precio. Cargas muchos maletines antes de hacerte rico; organizas un montón de eventos “exitosos” –acarreados, marimba y confeti– para otros.
Luego viene la recompensa. Y visto así, pues sí: la corrupción es cultural.
Si el objetivo es alcanzar la riqueza, acumular mujeres, helicópteros del Estado para viajar gratis, choferes y guaruras, reflectores de la prensa corrupta y vacía, mansiones y casas de descanso, portadas en las revistas del corazón, recepciones y muchos aplausos, tiene sentido voltear a ver a los pobres pero sólo verlos, nadie se confunda: verlos y entender que se tiene que hacer todo lo que sea necesario para no ser uno de ellos; verlos y entender que allá, abajo, están esos; y que acá, arriba, deben estar los otros.
Reloj exclusivo, champán, zapatos recién salidos del bolero; planes para vacaciones de verano y planes para el invierno. La mejor falda, los mejores trajes, goma para el cabello. Un puesto y luego otro. Que Diputado, que Senador, que director de área o Secretario; que funcionario del partido, luego comisionado. Y estar cerca del dinero público, siempre. Estar cerca de los puestos públicos, siempre, y jalar a los otros. Cenas con empresarios corruptores, contratos, buenos abogados y excelentes contadores. Compadres en la Contraloría. Un sucesor que sea igual o peor para que si piensa en pisar callos, sepa que tendrá que empezar con los propios. Y sólo así se puede conservar una cultura: la cultura de la corrupción.
Y si para defender esa cultura es necesario mentir, pues a darle. A prometer en campaña, a acomodar las leyes, a manipular las cifras de la pobreza y de la violencia. Tiene sentido, pues, ese enorme esfuerzo que se hace para meter a prisión o agarrar a macanazos a los que se oponen. Hay mucho en juego como para detenerse con esos greñudos malolientes, pobretones soñadores, insurrectos y anarquistas. Hay mucho en juego. Se hace lo que se tiene que hacer para conservar una cultura.
Un suegro ambicioso con una constructora; un amigo de siempre que conoce tus debilidades y está consciente de las suyas. Una esposa abnegada que sirve de tapadera. Un amigo, político como tú, con el que te fuiste de putas. Un compañero de oficina que te da una palmada, un pariente que te enseña el camino, un grupo que te hace fuerte y ya: eres todo en la vida.
Sí, la corrupción en México es cultural. Se defiende como si se defendieran los ideales de una civilización, y se ejerce con toda naturalidad: como tomarse un te en una banca o como subirse a un helicóptero del Estado para irse de volada al aeropuerto antes de que se vaya el último avión que va a Hollywood o, de ser posible, que te deje en Rodeo Drive en un fin de semana cualquiera. Con todo y familia. Con todo y guaruras y perros y mucama.
*Twitter: @paezvarela
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