Por Pablo Montaño
Resulta nauseabundo navegar las notas que cubren la catastrófica derrota del “Sí” a los acuerdos de paz en Colombia. Hace una semana en este mismo espacio, celebraba la firma (la cual extrañamente ocurrió antes del plebiscito) de estos acuerdos. La paz, imperfecta si así lo quieren, llegaba como bálsamo para las zonas azotadas por una guerra que les ha robado la identidad y que ha dejado generaciones enteras que no conocen lo que es vivir sin miedo. Paradójicamente, fue el miedo (otra vez) de los que no conocieron esa guerra el que arrojó este resultado.
Más allá de las condenaciones de los propios colombianos hacia su gente, el reproche o las voces que piden dejar de exponer proyectos de paz a las decisiones públicas, surgen importantes preguntas. ¿Por qué impera el radicalismo y la intolerancia? Si consideramos que las regiones colombianas más afectadas por la guerra votaron a favor de los acuerdos, ¿qué motivó a las personas de ciudades como Medellín a votar en contra? Y más importante, ¿qué dejaron de hacer los colombianos que anhelaban esta paz? ¿qué más se pudo haber hecho para salvar el acuerdo?
Preguntas lanzadas con ánimo de aprender de sus posibles respuestas y no de recriminar. Porque no caigamos en la trampa de la distancia, este escenario que hoy ensombrece a Colombia, bien puede ser el preludio de nuestra próxima cita con las urnas. Sabemos de sobra que como país somos más que capaces de tomar decisiones erráticas en masa. Fanáticos de sorprendernos del elefante en el cuarto cada vez que los resultados de una elección nos lo señalan. Vivimos en países con intolerancia, racismo, clasismo y de miedos radicales. De forma contradictoria, aceptamos cómodamente vivir entre la intolerancia pero nos indigna que su voto termina por conducir nuestra vida política. Conocemos el racismo y fanatismo de sectores, familiares, amigos y compañeros pero preferimos rehuir al disenso y a la confrontación de ideas. Sin hablar de gritarse con el tío en la cena de Navidad o de encabronarse con los amigos, padecemos la ausencia de espacios para encontrar ideas y generar consensos, cerrados a lo individual y al fermento de nuestros anhelos y fobias. El tabú alrededor de discutir y hacer política, de debatir las ideas económicas y los proyectos de país, nos está confrontando con sus resultados. La discreción nos está costando muy cara.
@Pabloricardo2
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