Por Alejandro Páez Varela
El Presidente suele utilizar una frase: “Nunca más”. Por ejemplo, cuando habla del aumento al salario mínimo de enero pasado (y que, por cierto, no disparó los precios, como calculaban muchos). “Nunca más un aumento al salario por debajo de la inflación”, dice. O “nunca más” se va a saquear al país, o “nunca más” la corrupción, etcétera.
Gran parte de lo que Andrés Manuel López Obrador ha emprendido en estos primeros cien días, en el discurso y en la acción, es un “nunca más”. Es decir, no contempla la posibilidad de que en seis años el país cambie de partido político. Y no digo que esté bien o esté mal: sólo hago apuntes de lo que veo, leo y oigo.
Tomemos su discurso. Está encaminado a desinstalar (y desanimar) en el mexicano común los modos y las formas de lo que se instaló en las últimas décadas. Está empeñado en que sus seguidores se abracen de lo que él llama “La Cuarta Transformación” y con eso en mente,educa casi a diario: pinta fronteras, traza caminos, señala enemigos y, por supuesto, polariza. Se define a sí mismo como “liberal” y al hacerlo, da una calificación a sus opositores (vengan de derecha o de izquierda): “los conservadores”.
“[Los conservadores] se presentan como gente avanzada. Pues no. Son conservadores porque no quieren que haya cambios. Y hay conservadores de derecha y conservadores de izquierda”, dijo el 8 de enero en “La Silla Roja”, programa de El Financiero. “Todo lo demás es accesorio –agregó, más adelante–: hablemos de socialismo, comunismo, neoliberalismo y populismo. Pero la esencia son esa dos corrientes [liberales y conservadores]. Y en el caso de México siempre han estado presentes estos pensamientos; en toda su historia”.
Lo que AMLO busca decirle al ciudadano de a pie es que hay dos bandos; y esos dos bandos están clasificados de acuerdo con sus calificaciones. Insiste en que el mexicano no es malo de origen sino “bueno”, porque sabe que en los últimos años se instaló una maldad inédita en el país, producto de la descomposición generalizada: sicarios que matan niños; grupos criminales con hornos crematorios; políticos especializados en la estafa y en el saqueo; organizaciones que se hacen pasar por “civiles” para sacar rentas del Estado; periodistas que viven del Estado, y una corrupción transformada en un problema de seguridad nacional. Entonces, López Obrador busca que los civiles (por llamarles de alguna manera) se acomoden en donde pertenecen y que no crean que porque la descomposición es generalizado, va a continuar.
El discurso busca instalar un nuevo lenguaje, primero. Y mientras “descontamina” a un país que tuvo una sola política económica y social durante al menos tres décadas –donde PRI y PAN se fusionaron–, el Presidente intenta decir que el mal está en otra parte, menos en su Gobierno, algo difícil de creer aunque así lo diga la propaganda oficial.
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En la obra pública, algo similar al discurso: López Obrador tiene grandes planes que no contemplan la posibilidad de que en seis años el país cambie de partido. Y no digo que esté bien o esté mal: sólo hago apuntes.
Pemex, por ejemplo. El plan que lanzó apenas unas semanas atrás, dentro de sus cien días, es tímido para la cantidad de dinero que se requiere para rescatar a la empresa, como él plantea. En el ritmo actual, la petrolera que fue un orgullo de los mexicanos requeriría unos 12 años para más o menos ponerse en marcha y enfrentar los más de 100 mil millones de dólares que tiene de deuda. El plan desde Vicente Fox, cuando los préstamos se dispararon y empezó el declive de la producción, era convertir Pemex en chatarra y rematarla como fierro viejo. Ahora que se ha revertido este proyecto, AMLO ha puesto nuevos cimientos. Pero no verá, en su sexenio, el renacimiento de Pemex.
Lo mismo pasa con otros de sus proyectos prioritarios. El de rescatar la Comisión Federal de Electricidad, por ejemplo; o el del Corredor Transístmico. Para éste último, algunos calculan que así como lo concibe el Presidente (ponerlo a competir con el Canal de Panamá) podría llevarse décadas de inversión y trabajo. Muchos más de sus seis años, pues.
Toco dos temas que son sensibles: el Ejército y los órganos autónomos. El empoderamiento del primero y la merma en los segundos hacen creer que el Presidente está seguro de que no entregará el poder a un panista o a un priista. Como están PRI y PAN, yo también estaría casi seguro de que no les alcanza para tener un candidato fuerte en 2024. Pero todo puede pasar.
Al darle tanto poder a los militares y a su vez quitar potencia a los órganos reguladores, AMLO deposita demasiada confianza en su propia fe porque, ¿se imaginan a otro Felipe Calderón con el Ejército empoderado y a un Enrique Peña Nieto sin ningún tipo de control? Nos quedamos sin país, simple y sencillamente.
Por eso creo que el Presidente está calculando con la base de que no entregará la Banda Presidencial a alguien distinto a su partido. Es un cálculo peligroso, digamos lo menos, cuando se tienen apenas poco más de cien días en el poder.
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El Presidente ha dicho que no cree en la reelección. (Ojalá sea así y aplausos porque lo diga). Entonces se puede asumir que el Presidente está abriendo tantas puertas porque piensa que el que sigue las va a cerrar. Y es sólo por la confianza de que habrá una transición hacia unas mismas manos; que alguien concluirán felizmente lo que él, López Obrador, está empezando; que no le harán lo que él hizo con el Nuevo Aeropuerto: clausurarlo porque no estaba en su agenda.
Ahora que, por otro lado, ¿lo recomendable es irse con tiento y no pretender al menos un cambio de fondo? No. No parece lo correcto, tampoco. Claramente una mayoría le dio manga ancha para que vaya con todo, a fondo. Así leí yo el mensaje del 1 de julio de 2018. Así lo leímos muchos.
Un subsecretario de Hacienda de ya varios años (que, me parecía, tenía una cierta visión social y advertía una aumento inequívoco de la pobreza) me dijo esto, alguna vez que nos sentamosoff the record. Reconstruyo las palabras de memoria:
“El problema es que estos cabrones [su jefe y la camarilla en el Gobierno al que servía] ya no se atreven a nada sin calcular cómo los verá el mercado. Por eso seguimos con los mismos edificios públicos que teníamos hace 70 años. Por eso tenemos sólo una UNAM. ¿Te imaginas si Guillermo Ortiz se entera que, digamos, queremos construir otra UNAM? Se muere [estaba en Banxico]. Dirá que de dónde va a salir el dinero. ¡En los años 40 éramos una economía pequeñísima y hacíamos más!”.
El proyecto de López Obrador no está considerando que los mexicanos decidan cambiar de rumbo en seis años. Pero a la vez, puesto en sus zapatos, no hay otra manera de proceder si se está pensando en un cambio de fondo. Eso concluyo.
Atrapado en ese dilema, ahora falta que el país resista a su proyecto estos seis años (poco más de cien días): que la tensión (que no “resistencia”) no rompa la liga; que empiece a demostrar que su estrategia mueve la economía, que baja la violencia, que se abate la pobreza y la desigualdad con proyectos y no sólo con programas de ayuda asistencial directa.
Falta, pues, que AMLO demuestre, ya sin discursos y lejos de la plaza pública, que puede. O el “nunca más” se quedará en una simple ilusión.
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