Brasil-Alemania. Yo no sabía, entonces quedé de verme con una amiga en un restaurante justo a la hora del partido. Porque se apiadaron conseguí un lugar debajo de la televisión. Oía, pues, la narración, pero no podía verla. Me puse los audífonos.
Primer gol. ¡Goool! ¡Qué grito de la gente! Aplausos, algarabía.
Segundo gol. Un largo “¡…no maaamesss!”, una larga celebración. ¡Dos-cero!, decían, y entre risa y risa “otra cerveza, por favor”).
Tercer gol. Algunas carcajadas, mucha menos celebración. Eran más los mudos o los que hicieron un largo “sssh” de pena ajena. Tres-cero.
Cuarto gol. Rostros largos. Alguien que venía corriendo del baño soltó una carcajada y dos o tres lo vieron con malos ojos. No era fiesta, ya. Había congoja, cierto dolor, cierta amargura.
Vi a la gente salir del restaurante como quien abandona una mala película a la mitad. La peor de todas las películas: un siete-uno que sabía doloroso, aún cuando –yo no sé de futbol– fue notorio que no querían a Brasil avanzar en el Mundial. Brasil no se lo merece, decían con el rostro sin expresarlo. Nadie se merece una humillación de ese tamaño y en su propia casa.
Podrán ser los políticos de Brasil unos fanfarrones y el supuesto despertar económico del gigante una gran mentira (diría Mario Vargas Llosa). Ningún pueblo, sin embargo, se merece esa humillación. Sobre todo si es por la causa equivocada. Sobre todo si es por el futbol.
Esos que traen mi bandera de camisa no me representan, habrán pensado muchos brasileños. Incluso (o sobre todo) los brasileños que aman el futbol.
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Se necesita ser un verdadero idiota para, en el país de Caetano Veloso, Chico Buarque, Sérgio Mendes, Tom Jobim, Vinícius de Moraes, Milton Nascimento, Gilberto Gil, Gal Costa, Bebel Gilberto o Seu Jorge, poner a cantar a Pitbull y a Jeniffer López.
Se necesita ser un insensible para, con millones de pobres, gastarse casi 15 mil millones de dólares del Banco Brasileño de Desarrollo en infraestructura futbolera, en una docena de estadios que ahora se quedan vacíos y que durante el Mundial estuvieron llenos de gente blanca en un país de negros.
Se necesita ser un fanfarrón para tratar de coronarse con dinero prestado (y ajeno) con una fiesta delirante cuidada por miles de policías; una fiesta que no tuvo más objetivo que apuntalar “el legado” de dos políticos, Lula da Silva y Dilma Rousseff, que quieren mantenerse en las riendas.
No digo que la gente no se merezca la fiesta. Quien no tiene derecho a bailarla toda la noche son justo los que la bailaron: los corruptos de la FIFA, los políticos, los dueños de jugadores y equipos, las empresas que se beneficiaron con la asignación de contratos, las televisoras, los patrocinadores.
Pelé: “Si en Brasil no existiera el fútbol, hace rato que se habría producido la revolución social”. En pocas palabras: dale pelota a esos que quieren justicia social. (¿Y cuál es el problema con una revolución social? ¿Cuál es el problema con que la gente despierte? ¿Cuál es el miedo a las revoluciones civiles, las de los ciudadanos –que no tienen que ser armadas– que reclaman lo que les corresponde?
Cada quién a lo suyo, diría yo: Pelé a los condones.
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Colofón de un equipo malo, colofón de que no puede sostenerse una mentira para siempre (“¡Le virgen esté de nuestre lade!”, gritaba el comentarista de TV Azteca sobre el equipo mexicano): La selección Holanda deja en ceros a la de Brasil. Cero bolita cero. Un cuarto y muy indigno lugar.
Pero nadie se equivoque, que Brasil es grande. No ese equipo: Brasil.
Por los hombres que resisten a las mentiras y luchan a diario por mantener la dignidad de ese país, Brasil es grande. Por sus playas y sus montañas; por el verde de sus valles y el azul de su mar, Brasil es grande. Por los que pelean contra la inseguridad y tratan de sobrevivir a la desigualdad en las favelas y en el campo, Brasil es grande. Por encina de los corruptos de la FIFA y la política de la ilusión y la mentira, Brasil es grande. Por los que sueñan con un país mejor, por los que luchan por una nación digna, por los que resisten con su trabajo y su esfuerzo, Brasil es grande como México es grande.
Esos que llevan puesto el azul y el verde de Brasil no son Brasil, como tampoco son México –insisto– los que se ponen mi bandera de camiseta.
Brasil no es un siete-uno. Brasil no son Lula y Dilma. Brasil no es esa selección, sino la gente.
Ahora que, a recoger las serpentinas y los silbatos, los globos desinflados y los vasos vacíos.
El juego de la ilusión ha terminado.
*Esta columna refleja sólo el punto de vista de su autor
Por: Alejandro Páez Varela
@paezvarela
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