Por Alejandro Páez Varela
No recuerdo a un candidato presidencial del PRI tan comprometido con defender y halagar al Presidente en turno. Décadas pasaron, literalmente, para que pudiéramos ver este regreso a la liturgia tan puntual. Tapado, dedazo, aclamación, destape y besamanos eran tan cosa del siglo pasado, como lo eran las alabanzas del abanderado del partidazo a su jefe. Todo eso, que huele a lo más rancio de la más vieja escuela, ha regresado con José Antonio Meade.
Ayer lo escuché con atención durante su discurso de precandidato único. No me sorprendió su propia evolución: ahora es el más priista de todos los priistas; habla de “compromiso revolucionario” y de un país que yo, honestamente, no veo –ni está– en las cifras oficiales. Me llamaron fuertemente sus halagos para Enrique Peña Nieto. Ve un país transformado por él, por Peña. Ve un México que, de acuerdo con la última encuesta del Pew, no ve el 97 por ciento de los mexicanos. Y de ese México está orgulloso:
“El cambio se dio bajo la conducción de un mexicano con temple, valentía y gran amor a México: el Presidente Enrique Peña Nieto”, dijo.
Sí, gran cambio: más muertos, más pobreza, más desigualdad, más corrupción. Lo dice cualquier estadística. Y el autor del cambio es, sí, Peña.
“¡Peña, Peña!”, gritó. “Hoy México tiene un mejor presente y futuro, gracias a un liderazgo, gracias al talento y sensibilidad de un gran mexicano: el Presidente Enrique Peña Nieto”.
Y más adelante: “¡Que viva el PRI, que viva México!”
Entiendo que esté muy agradecido con su jefe. Pero también lo veo muy riesgoso para él y para todos los mexicanos. Es riesgoso para él porque se trata del Presidente con la menor aprobación en la historia moderna: como aplaudirle a zar Nicolás en 1917. Y lo veo riesgoso para los mexicanos porque Peña es ni más ni menos el Presidente con el que México alcanzó el récord histórico de homicidios; el que condujo los funerales de la industria petrolera y el que deja una estela de desigualdad y pobreza. Tal cual: el Presidente más rechazado de los tiempos modernos. A ese le aplaude Meade.
Pero no sólo le aplaude: también lo defiende. Entonces, cuando lo defiende y defiende lo que ha hecho, nos está anunciando que lo que promete es más dolor, más angustia, más penas.
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Tres problemas enfrenta México, urgentes: la desigualdad, la violencia y la corrupción. Los tres se agravaron con Enrique Peña Nieto en el poder. Los tres eran retos serios cuando él llegó, cargado de promesas. Los tres se transformaron en una emergencia nacional.
Antes de escuchar a Meade, ayer, leí con atención la entrevista que le dio a Javier Lafuente en El País. El periodista le pregunta al precandidato único sobre la corrupción.
–La corrupción –dice el reportero– es uno de los temas que más han dañado la imagen del país. López Obrador ha prometido que perseguirá a quienes estén involucrados en casos de corrupción…
Meade responde: “No, lo que ha dicho Andrés Manuel es que [la corrupción] se va a corregir porque ‘yo soy yo’. Yo creo que lo que hay que hacer ver es dónde se falla, dónde hay opacidad para llevar transparencia y dónde falta de control para implementarlo. Con ese diagnóstico podremos cambiar las reglas del juego y asegurarnos que somos un Gobierno donde no hay un peso al margen de la ley. Eso va más allá de la voluntad de un hombre”.
A falta de respuesta, el reportero le insiste:
–Pero, para que quede claro: ¿Usted está dispuesto a investigar casos de corrupción de esta Administración, involucre a quien involucre?
Meade, otra vez:
“Es que me parece que caemos de nuevo en el planteamiento personal. Tenemos que movernos en un esquema en el que la pregunta no sea válida. Un esquema que funcione para todos, en donde el acceso a la justicia y a la rendición de cuentas sea igual para cualquier funcionario. Vamos a funcionar bien cuando la pregunta deje de tener mérito. Cuando alguien piensa: ‘El problema depende de’ es que no entiende el problema de fondo”.
¿Qué? ¿Cómo dijo que dijo?
Y luego, apenas unos días atrás, a Milenio:
“Yo al Presidente Peña le tengo una gran gratitud. Me parece que ha sido un Presidente con temple, con visión”.
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Las frases de José Antonio Meade, me parece, son las del cómplice amable, cegado justamente por una amable complicidad. No habla un posible hombre de Estado. Son frases, más bien, de un tipo mediano tirando a mediocre, que agradece a su jefe por rescatarlo de la medianía. Lo siento, pero eso es lo que leo y escucho. Fue lo que vi ayer.
En el fondo pero a la vista de todos, Meade no se traiciona a sí mismo: es y sigue siendo el político que se acomoda y que, porque se acomoda, es un burócrata transexenal. Mariano Azuela los describe en su novela Las Moscas como eso, como moscas: podrán espantarse con alguna sacudida, pero son funcionarios que nunca faltan, que siempre están, que hacen trabajar las oficinas públicas sin importar quién sea el jefe a cargo y para él, para el que esté a cargo, tienen halagos.
Y ya menos en el fondo, muy en la superficie, Meade no es distinto a Virgilio Andrade: seleccionados cuidadosamente para que no rompan con el pacto, para que cumplan con la encomienda de cuidar, defender, proteger. Y curioso que los dos vengan del equipo de Luis Videgaray.
En sus propias frases, Meade anuncia al país que no rompe con nadie, que no se arrepiente de nada, que no hay ofensas cometidas por este gobierno ni sangre que se derramó; que no hay saqueo y no hay millones que se sumaron a las filas de la pobreza. En sus palabras o en su estrategia discursiva, Meade anuncia que no hay nada qué enmendar, que no hay qué corregir: subordinación revolucionaria y, sobre todo, muy institucional. La lealtad –resume el discurso de Meade– no es con México y no es con los mexicanos; la lealtad es con el hombre (y el equipo) que lo hizo lo que es.
Creo que México no puede rendirse ante los corruptos, y eso es lo que ofrece Meade; no puede rendirse ante los vividores, y eso es lo que hay detrás de Meade: la rendición como principio para avanzar. Por la gravedad de los días que vivimos, México debe ponerse del otro lado, donde no están Meade y sus amigos: debe combatir a los rateros y criminales y echarlos de los barrios, de las oficinas públicas, del poder político. El país apesta a muertos y a saqueo, a pobreza y a desigualdad. Y lamento palpar un país muy distinto al que cita Meade pero, por lo que leo en los niveles de desaprobación de Peña, millones de mexicanos ven más o menos lo mismo que yo.
No creo que el país esté para confeti y serpentinas, mariachis y acarreados; no está para darle abracitos sonrientes al líder de la CTM, uno de los sátrapas culpables de que el salario de los mexicanos –por ejemplo– sea una vergüenza internacional.
No veo que el país reclame la “continuidad” que ofrece Meade. Lo que me dicen las encuestas –que por lo visto no atienden– es que México, más bien, está harto.
Virgilio Andrade se volvió símbolo del burócrata cómplice; el que le sirve a los jefes y pone la cara por ellos. Meade podría resultar igual, a una escala mayor. Hacia allá, al menos, lo lleva su discurso.
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