¿Por qué es tan difícil ciudadanizar la política en México? Quizás esa pregunta no tenga una respuesta fácil. O quizás (o de hecho) no es eso lo que quiero plantear, sino: ¿es posible que los ciudadanos tomen el control de la política en el país?
En teoría, una democracia implica que los ciudadanos tienen el poder público. Esto es: que el Presidente, los legisladores, los gobernadores y alcaldes no son, en esencia, políticos: son ciudadanos –en el papel, pues– cumpliendo con roles dentro del servicio público y participando desde órganos políticos. No quiero jugar al Max Weber; sólo cito que Morelos hablaba de “siervos de la Nación” a principios de los años 1800, y todavía hoy no es posible aterrizar ese término en México.
En la práctica, este país vive una realpolitik salvaje. Los políticos operan sin principios y de acuerdo con las circunstancias. Se sirven de la política para cobrar en efectivo su pragmatismo. La política, pues, es la vía para sus ambiciones salvajes y personalísimas y entonces su preocupación, como un príncipe –recurro a Maquiavelo–, es retener el control, no por una ideología aunque sí con un fin: ser poderosos y ricos.
Por eso es que está tan diluida la frontera entre los narcotraficantes, muchos empresarios y la generalidad de los políticos y funcionarios. Unos y otros buscan poder y riqueza como un fin. No hay ideología detrás. No hay, tampoco, un deseo de servir. Sin principios morales o filosóficos, les estorban los equilibrios. No quieren que otro poder, cualquiera que sea, les compita. Por eso los ciudadanos, en su lógica, no deben participar en la búsqueda de posiciones públicas. Deben estar lo más alejados posible de la política y sólo participar a cuentagotas de, por ejemplo, las elecciones.
Los políticos en México buscan salvajemente el poder y así se explica que vean al ciudadano como su enemigo. Así se explica que no busquen el bienestar común: entre más ignorantes, pobres y sumisos estén los ciudadanos, mejor. De esa manera no compiten. Esos que llevan en camiones a sus mítines, que aceptan una naranja churida y un changuich de queso de puerco no son competencia. Son, en realidad, su bendición.
Por eso es que los partidos se opusieron tanto a las candidaturas independientes y por eso es que buscarán aplastarlas en cuanto termine esta elección. Y tratarán de corromper a los que lleguen a alguna posición estratégica por la vía ciudadana. Esa es, por ejemplo, mi duda con respecto a “El Bronco” –así lo dije la semana pasada–: ¿Podrá resistirse a la tentación de pactar con la clase política y recibir sus beneficios, aunque eso signifique abandonar al ciudadano? Repito el ejemplo mejor logrado: Vicente Fox Quesada: en cuanto llegó al poder, sentó a su lado a los que iba a combatir. Y por eso es que, en cuanto salió de la Presidencia, dio un brinco a los brazos de Enrique Peña Nieto. En su lógica, ser un ciudadano era como irse a la mierda.
–Ya hoy hablo libre, ya digo cualquier tontería, ya no importa. Ya. Total: yo ya me voy –dijo Vicente Fox un 31 de octubre de 2006. Estaba deprimido. Volver a ser ciudadano lo asustaba, lo aplastaba, lo hundía.
Él, que aplastó la esperanza de los ciudadanos y probó el poder, comprendió al final que volver a ser ciudadano era, de acuerdo con los criterios del poder, volver a la mierda.
Fox, sobre todo él que defraudó a los ciudadanos, sabía perfectamente que ser ciudadano en este país es valer un cacahuate. Y a veces ni eso.
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¿Es posible que los ciudadanos tomen el control de la política en el país o –dicho de mejor manera– que tomen las rindas de la Nación? Yo creo que es posible, pero no lo verán mis ojos.
Lo que veo es un país tomado por un grupo bien equilibrado de vivales. Políticos que hacen política para repartirse posiciones; empresarios que conviven con políticos para mantener sus privilegios; funcionarios que funcionan para empresas y que sirven a los partidos políticos; ricos muy ricos que quieren más riqueza y que para eso han formado una cofradía donde conviven sus pares: narcotraficantes, políticos, funcionarios.
Y, claro, a todos esos les estorban los ciudadanos. Les estorban los equilibrios. Les estorba la transparencia y la rendición de cuentas porque eso no permite construir su futuro: un futuro sin ideología y sin moral, sin ética ni filosofía; un futuro donde la mala educación, la pobreza, la corrupción, la violencia y toda esa mierda son los mejores aliados.
Y aún así, porque no veo otra manera de hacer las cosa –y por aquellos que tienen ojos más jóvenes que los míos–, haré lo que me corresponde: saldré a votar.
*Esta columna refleja sólo el punto de vista de su autor
Por: Alejandro Páez Varela
@paezvarela
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