(Sí, sí, sí, es con ese).
El celular sonaba y sonaba. Lo hallé arriba de una canasta de ropa sin planchar. Decidí contestarlo porque no encontré la manera de ponerlo en vibrador.
Era un 17 de marzo.
–¿Bueno? –contesté. Me apuré a decir que la señora que me ayuda en la casa había dejado su celular pero eso se entendió al instante, supongo, por mi voz.
–Sí, sí. Dígale a la señora que la esperamos mañana en el monumento a Lázaro Cárdenas –me dijeron. O Monumento al Petróleo, o algo así.
–¿Ella sabe para qué? –Sí, sí. Pasaremos lista, dígale.
Al día siguiente, Cuauhtémoc Cárdenas encabezó un “evento multitudinario” al que asistieron muchos (de allí que fue “multitudinario”). La señora que me ayuda en la casa no fue porque no le avisé. Entré en un conflicto ético, confieso, y opté por no participar en la cadena del acarreo. Se quedó sin torta y sin cien pesos que es lo que, creo, le dan por ir. Y pierde todo un día.
Calculo que ese dinero ni lo necesita. Calculé, a ojo de buen cubero, que la señora se pone sus jodas pero bien se lleva unos nueve mil al mes. Un salario nada despreciable. Vive, además, con tres hijos muy chambeadores. Bien por ella.
No la juzgué antes y no la juzgo ahora pero, ¿por qué se deja acarrear? ¿Por qué acepta tales humillaciones? No se. Supongo que es cultural lo de dejarse acarrear, acarrear y corromper a la gente, como dicen que dijo el Presidente.
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Nunca olvido una crónica que leí en el Washington Post de un banquero moscovita que, apenas terminó la Unión Soviética, abría las sucursales a las 10 de la mañana aunque el letrero decía que se abría a las nueve. La reportera le preguntaba por qué. Decía algo así como: “Porque la gente en Rusia ve colas y se forma. Los bancos siempre están llenos por eso”.
¿Eso somos?, razono. ¿Eso es la gente en todas partes? Quizás la señora que me ayuda no tenga necesidad pero, como los vecinos hacen cola (o se dejan acarrear), allá va ella, a la cola. El comportamiento de las multitudes (multitudes, sin nombre y apellido), siempre es un enigma para mí.
La semana pasada, el PRI volvió a llenarle el Zócalo a Peña Nieto. Se trajo cantidad de acarreados con tortas y refrescos. Analizo y analizo las fotos de este año y del pasado y me pregunto por qué esa gente, que no se ve pobre-pobre, acepta un pago humillante con tanto gusto. Y hasta le gritan piropos al muñeco en el balcón: “¡Peña, papacitooo!”, escuché en un video de Youtube.
Luego, la izquierda acarreó a otros para el Segundo Informe de Miguel Ángel Mancera. Lo mismo: vi las fotos y no era gente pobre, ustedes saben, que de verdad estuviera muriendo de hambre como para aceptar un jugo y una camiseta a cambio de un día perdido.
Como los rusos del reportaje: si iban al banco y hacían cola, es porque tenían algo de dinero. Entonces no eran unos miserables, pues, como para aceptar la humillación. Quizás pagaban una hipoteca de su casa en ese banco, pero tenían casa. Quizás pagaban un recibo de teléfono en ese banco, pero tenían teléfono. Y aún así, por la inercia hacían cola.
Lo mismo pasa aquí: mucha gente en México acepta que Palacio de Hierro o Liverpool o cualquier de esas jodidas tiendas te hagan esperar de las 9 de la mañana a las 12 de la noche cinco días de una semana para llevarte lo que compraste. Debe ser la misma que no protesta cuando Telcel o cualquiera de las telefónicas te llega con un recibote o repentinamente te dejan sin servicio. Debe ser la misma a la que le basculean a los hijos en el Zócalo y no abre la boca.
Seguramente en algún punto de su vida se quejan con un puño levantado, y con la palma de la otra mano toman el Frutsi, la torta, la despensa, la tarjeta Monex.
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Quizás me nublan los prejuicios. Quizás. Pero no tengo muchas esperanzas de esa gente, multitud sin nombre ni apellido. Esa gente, se dice, votó por “ignorante” a favor del regreso del PRI pero fue lo suficientemente inteligente cuando renunció al PRI para darle paso a (ese fraude llamado) Vicente Fox: superó su supuesta ignorancia por la esperanza de algo mejor. Esa gente sin nombre ni apellido aceptó tortas y tarjetas Monex en 2012 a cambio de su voto y esa gente es capaz de hacer cola para dejarse corromper por los movilizadores profesionales, priistas y de la izquierda partidista. ¿Cómo voy a tener esperanzas en esa gente? Y no es sólo porque soy un viejo (tengo 46 años), sino porque he vivido: esa gente, multitud sin nombre ni apellido, no abre libros aunque les digan día y noche que los abra; esa gente prefiere ver Televisa que esforzarse. Eso que conocemos como “la gente” se vuelve turba cuando le conviene, y lincha.
“La gente” es mucha gente, sostengo, de todos los partidos y de todas las edades, de todos los niveles socioeconómicos y de todas las razas; no es un tema de pobreza porque entre los más pobres hay muchísima dignidad, porque hay gente miserable que no se dobla; porque la hay en comunidades indígenas o rurales que dan la batalla, comunidades en pobreza extrema que luchan contra el jodido gobierno y sus partidos explotadores. Hay esa gente. Y hay, además, “la gente”, esos muchos, muchísimos –hasta ser la mayoría– sin nombre y apellido.
Y no menosprecie usted a “la gente” (diferenciada en este texto con comillas), no: “la gente” es inteligente y piensa y vota y actúa.
Pero esa, “la gente”, es profundamente egoísta y convenenciera. Primero sus dientes que sus parientes. El egoísmo es una religión que se profesa deliberadamente, y un egoísta –como “la gente”– es capaz de quemar los muebles de su vecino, y su ropa y las cobijas, para calentarse una tasa (sí, con ese) (ese de tanta televisión) de café.
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La señora me contaba de otras señoras que conoce. Me decía que en 2012, en el Estado de México, les ofrecieron 200, 300 y hasta 500 pesos por su voto. Sabe que soy periodista. Sabe que los datos tienen un efecto en mí. Me dijo, más o menos: “Una prima que antes votó por [López] Obrador, sí aceptó los 300 [pesos] para votar por el PRI”. Le dije: “Dígale que los acepte pero que vote por quien quiera”. Ya no le pregunté, pero supe que eso es casi imposible: los líderes del PRI (o de cualquier partido de acarreadores) cuentan los votos y le restan a “la gente” algo de dinero si no salen los números que esperaban. También los vigilan con celular; deben tomar fotos del voto cruzado.
Antes me encabronaba con los acarreadores. Hoy me digo: pues de entrada, qué jodido que “la gente” acepte el dinero por su voto. Si la vigilan para que voten por el PRI (o por cualquier partido) es porque, de entrada, aceptaron ser corrompidos. Ese es el caso de muchos, no de todos. A esos muchos los identifico entre dos comillas como “la gente”.
Un amigo que le sabe a los números y las encuestas me contaba que los burócratas son los más acomodaticios entre “la gente”. Esos miles y miles deciden casi al final su voto. Van con el que esté arriba en las encuestas. Se quejan de las Elba Esther Gordillo, los René Bejarano, los Carlos Romero Deschamps o los Héctor Serrano pero son exactamente lo mismo que ellos: les vale una chingada el país: lo que quieren es resolver lo suyo, aunque tengan que quemar no los muebles, la casa completa del vecino para calentarse el café.
Hay un montón de gente que es secuestrada por líderes. Gente que vive agarrada del cogote por el PRI o el PRD o Antorcha Campesina o cualquiera de esos rufianes (y ya veremos si Morena hace lo mismo o no). Obvio, esa no es “la gente” a la que me refiero.
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En una novela maravillosa, Las Moscas, Mariano Azuela contaba de un grupo de burócratas que huía de la capital del país porque los constitucionalistas se habían sentado en La Silla presidencial. Temía el fin de sus privilegios. La novela reproduce sus diálogos, muy cuidados pero profundamente mezquinos. Al final se regresan a la Ciudad de México porque hay empleo; siempre hay empleo, tortas y refrescos para los oportunistas.
A esos acomodaticios (a esa, “la gente”), Mariano Azuela los llama “moscas”. Son los que permiten los bancos y las escuelas y los comercios y el transporte funcionar después de un golpe de Estado. Son los que permiten que la maquinaria se mantenga aceitada y trabajen los engrandes, incluso los engranes que los exprimen a ellos.
“La gente” y las moscas están aquí para que todo opere, y que me disculpen las señoras conocidas por la señora que me ayuda. Aguantan la humillación del platillo sucio con gusto. Se espantan, a veces, con un manotazo; pero regresan.
Más de uno me criticará porque soy políticamente incorrecto; pero no soy político, y esto es lo que pienso. Y no es sólo porque soy un viejo (tengo 46 años), sino porque he vivido.
*Esta columna refleja sólo el punto de vista de su autor
Por: Alejandro Páez Varela
@paezvarela
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