Por Andrés Tapia
En la mitología griega, Sísifo —el astuto rey de Corinto, ladrón consumado y embaucador por excelencia—somete a Tánatos (dios de la muerte) cuando éste se presenta ante él para hacerle pagar una afrenta perpetrada en contra de Zeus, y lo encadena. En consecuencia, durante algún tiempo nada ni nadie puede morir.
Hades, guardián del inframundo y hermano de Zeus, impreca a éste y le exige libere a Tánatos. Zeus envía entonces a Ares, dios de la guerra, a cumplir con este cometido; tras conseguirlo, Sísifo es enviado al inframundo. Pero el rey de Corinto, anticipando una situación así, tiempo antes había solicitado a Mérope, su esposa y una de las siete Pléyades, que cuando muriese dejase insepulto su cuerpo y no le ofreciese ningún ritual funerario.
Sísifo se queja ante Hades por las omisiones de Mérope y solicita su venia para volver a la vida y castigarla por ello. Pero Sísifo no tiene intenciones de regresar al inframundo. Y no lo hace hasta que, después de muchos años, muere por segunda y definitiva ocasión.
Sin embargo, pese al tiempo transcurrido, ni Zeus ni Hades olvidaron la afrenta de Sísifo, de modo que cuando éste regresa al inframundo es condenado a empujar una enorme roca sobre la ladera de una montaña, tan sólo para que, una vez que ha conseguido llevarla a la cima, la roca ruede cuesta abajo y Sísifo, ad eternum, vuelva a intentarlo una y otra vez.
Cuando por primera ocasión tiene lugar un evento extraordinario, sea afortunado o no, podemos aludir a la suerte o al destino como su causal. Si ese mismo evento ocurriese por segunda vez, sería justo y correcto llamarlo coincidencia. Pero si se diese el caso de que se repitiera una tercera, estaríamos hablando de un hábito, patrón o costumbre.
La Selección Mexicana de Fútbol ha asistido de manera ininterrumpida a todas las Copas del Mundo desde 1994, año en que se celebró en Estados Unidos. Hablamos de siete mundiales desde entonces y hasta hoy, 24 años de distancia y la circunstancia estadística de jugar sólo cuatro partidos en cada competencia, lo cual sitúa al equipo en el club de los 16 mejores combinados del planeta, pero nunca más allá de eso.
La última derrota en el llamado “quinto partido”, la frontera infranqueable y, a la luz de los hechos, imposible para el equipo nacional, tuvo lugar hace dos días en la ciudad de Samara, en Rusia, donde la Selección de Brasil dio cuenta de la de México por marcador de dos goles a cero.
El fracaso era previsible en tanto la historia, la estadística, las costumbres y la superioridad del equipo brasileño eran por demás evidentes. No obstante, un hecho fortuito y coincidente podría, o no, incidir en el ánimo del equipo mexicano: el día anterior, Andrés Manuel López Obrador, el político de izquierda que había fracasado en dos ocasiones anteriores en su cruzada por ser presidente de México, al fin lo consiguió.
La política y el fútbol no deberían mezclarse. Y, sin embargo, dada su naturaleza lo hacen de cuando en cuando. La primera ocasión en que un representante de la izquierda reclama el poder en un país de notorios claroscuros donde la violencia, la impunidad, la corrupción y la injusticia son activos constantes, supone un acontecimiento histórico de gran envergadura, más allá de si representa la solución o apenas un placebo para una nación que padece desde su fundación una enfermedad crónica y degenerativa.
Queda claro que tras la derrota ante Brasil, la constancia, la vehemencia, el mesianismo y los excesos de optimismo que sucedieron luego de la victoria de López Obrador, no influyeron en lo más mínimo en la Selección Mexicana de Fútbol, un equipo destinado a no trascender más allá de sus muy claros, obsecuentes y tradicionales límites, que no obstante alimentan poderosamente a una industria que cada cuatro años halla una nueva forma de explotar los bolsillos de los fieles seguidores de una mentira.
“La suerte no juega, juega México”, fue el slogan con el que una marca de cerveza mexicana pretendió insuflar la llama de la esperanza en un equipo que en los hechos era superior históricamente a sus predecesores, pero que, coincidentemente, tampoco alcanzó a jugar el mítico quinto partido. Por supuesto, “la suerte no juega, juega México”, si jugara aquella acaso la historia sería distinta hoy.
La mañana nublada del día 2 de julio de 2018, cuando las ocho columnas de todos los diarios de México —los progresistas, los conservadores, los miserables, los veletas, los ingenuos y los aviesos—, anunciaron a la nación y al mundo que por primera vez en la historia moderna de México un representante de la izquierda había llegado a la presidencia (sea lo que sea que eso signifique), miles de personas en todo el país acudieron a sus trabajos vistiendo la camiseta verde de la Selección Mexicana de Fútbol.
¿Si se gana en la política, gana el fútbol? ¿Si se gana en el fútbol, gana la política? ¿Si gana la Selección de Fútbol, gana México?
Poco antes de las 9:00 horas del 2 de julio pasado, cuatro de cada diez personas vestían la camiseta del Tri y una sonrisa insolente, exultante, inédita. Cuando los relojes marcaron las 10:50 horas de ese mismo día, esas mismas cuatro de diez personas aún vestían esa casaca verde, pero las sonrisas se habían trastocado en una mueca. Y no sólo en ellos.
El fútbol es apenas un deporte, pero hay quienes lo han convertido en una filosofía. Uno de ellos es Jorge Valdano, quien alguna vez dijo: “El fútbol es lo más importante entre las cosas menos importantes”.
Tengo alguna idea de cuánto cambió mi país el pasado fin de semana. No tengo la menor idea de cuánto podrá cambiar en el futuro, o no, a partir del resultado de la reciente elección presidencial. Estoy seguro, empero, que de haber derrotado a Brasil el pasado lunes, este país sería diametral y totalmente distinto.
La alegría, emoción absolutista, es propietaria de casi todos los colores. Es azul, blanca, roja, naranja, mas en cualquier caso y en consecuencia, multicolor.
La tristeza, sin embargo, es una epidemia de color verde.
Y al igual que Sísifo: la padeceremos eternamente.
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