¿Qué nos deja el paso del Papa Francisco por este infierno del que el simbolismo de su itinerario –la Basílica de Guadalupe; San Cristóbal de las Casas, Chiapas; Morelia, Michoacán; y Ciudad Juárez, Chihuahua– anunciaban ya un mensaje evangélico duro? Es difícil decirlo, se cuestiona el poeta y activista Javier Sicilia.
Habrá que esperar en el tiempo las repercusiones de su presencia y su palabra en la desgarradura de nuestro país. Quizá algo cambié. Quizá –es lo más seguro, porque son los signos de los tiempos y de esa tecnología que, como lo dijo en su discurso a los obispos (13 de febrero), “hace distante lo que está cercano”– su presencia y su palabra pasen como un show más que no deja otra huella que el fulgor del instante sobre el que los medios enfocaron, esta vez, su atención, un relámpago, como ha habido tantos en nuestro país, que iluminó un instante las sombras, para volvernos a sumir en esta larga e interminable noche llena de muertes, desapariciones, desplazamientos, miseria, desprecio, desconfianza y miedo. No tenemos aún la suficiente perspectiva histórica. Sin embargo, es importante, al menos, tratar, ahora que acaba de irse, de descifrar algo de su fulgor.
No cabe duda de que el Evangelio, pese a las persecuciones, el desprecio de la modernidad y el rechazo que puede generarle a muchos, sigue siendo un punto de referencia y de sentido en la vida del mundo, en particular de México. No cabe duda también que el Papa, como vicario de Cristo, sigue siendo, después de 2 mil años –después de casi cinco siglos en nuestro país– la figura que mejor lo condensa.
Ningún jefe de Estado, ningún rockstar, ninguna estrella de Hollywood, puede concitar tanta aglomeración de personas, de solicitudes, de imágenes, de comentarios, de primeras planas y portadas de revistas, como la que concitó esa figura de maneras suaves y ataviada con un hábito blanco que denuncia las injusticias y habla de amor. No hubo medio de comunicación que no siguiera las palabras y los pasos de Francisco por nuestro territorio. Y, sin embargo, sus mensajes y su presencia, fueron, a pesar de su cercanía con la desgarradura del país, lejanos e impotentes como una fotografía.
En medio de los comentarios, que salían de todas partes como salitre por las paredes, de las miles y miles de imágenes que de él nos presentaron los medios, no hubo ni el suficiente silencio para dejar reverberar el sentido de sus palabras, ni la suficiente cercanía para que esas palabras, que hablaron de la corrupción, del crimen, de las víctimas, de la resistencia contra el mal y la ausencia de sentido, tuvieran un diálogo con los sujetos del dolor y de la resistencia.
Rodeado del cinturón de las componendas políticas de la jerarquía eclesial con el Estado, Francisco no pudo escuchar ni consolar a las víctimas, no pudo hablar con los indios de Acteal, con los zapatistas, con el padre Solalinde, fray Tomás y los migrantes, la hermana Consuelo Morales, la esposa de José Manuel Mireles, Las Patronas, el padre Óscar Enríquez, Luz María Dávila y las madres de las asesinadas en el Campo Algodonero, en Ciudad Juárez, por nombrar sólo a algunos, es decir, con aquellos que han sufrido el horror, resisten contra la resignación, como lo pidió el Papa en Morelia, y tienen la verdadera temperatura del país. A pesar de las solicitudes de los padres de Ayotzinapa, de Los Otros Desaparecidos de Iguala, del Movimiento Nacional de Nuestros Desaparecidos en México, del Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, de la inmensa deuda que la Iglesia tiene con las complicidades de los Legionarios de Cristo en las atrocidades de Marcial Maciel, a pesar del concienzudo informe sobre los desaparecidos que le entregó en mano don Raúl Vera, el Papa fue cercado por una jerarquía venal que privilegió el encuentro con el cinismo de los políticos y las reuniones a modo.
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