No me gusta el futbol por muchas razones. Quizás una menor es que crecí en una familia a la que no le interesaba. Eso influye. No lo veo, sin embargo, como la razón fundamental, o no está entre las decisivas: a don Aure, mi padre, le gustaron los toros y me llevó hasta que tuve edad para decir ¡basta! (a los siete años). Cuando veo las fotos de las corridas veo también las boinas, las botas llenas de vino y los puros y me pregunto cómo me vería allí. Ridículo. No me gustan los toros por la sangre, por la crueldad, por la brutalidad; aún así, por razones sentimentales asocio la fiesta con mi sangre, aunque esa fiesta no tenga nada de chic, o de genético: son orejas, son rabos desprendidos de otro ser vivo; es el lomo sangrando, el dolor, las babas de un animal herido que se queja ante una turba que hace como que celebra su bravía, cuando en realidad celebra su triunfo sobre el más débil.
No me gusta el futbol porque me parece una farsa. Es un gran negocio que esconde intereses rudos, brutales. (No digo que pecaminosos o satánicos: son muy carnales. Lo imagino como la empresa de los diamantes: un anillo de compromiso por lo regular trae sangre). Primero está la explotación de los miles y miles que no son profesionales y aspiran a ser seleccionados. Alguien siempre me argumenta que “para muchos pobres, como los brasileños, no hay otra opción de triunfo”. Carajo: como si Brasil no tuviera Petrobras para presumir (y discúlpenme que no use un ejemplo mexicano porque Pemex, mientras usted y yo dormíamos, se hundió); la industria petrolera brasileña creció de la nada. La pirámide del éxito en el futbol tiene un ángulo brutalmente agudo, estrecho: muy pocos llegan. Los demás ilusionados deben enfrentar su desilusión tarde que temprano.
No me gusta el futbol porque esas máquinas de músculo, los jugadores, mueven intereses completamente antagónicos a lo que representan como deportistas: la industria del alcohol y el alimento chatarra (refrescos incluidos). Qué poco ético, en un país de obesos y alcohólicos. Jugar futbol podrá alejar a los jóvenes de los vicios; pero me queda claro que verlo no. Cada vez que hay juego salen turbas de borrachines de los bares en la colonia en la que vivo. Y no me quejo de los borrachines: por lo regular yo salgo junto con ellos a escandalizar. Señalo la farsa. Los borrachines no se ejercitan, no van sudando junto con los jugadores; sólo sudan al subir dos escalones, o el día en que les da un infarto.
Tengo muchas razones por las que no me gusta el futbol, pero sobre todo, no me gusta porque utiliza el nacionalismo para recabar fondos de las clases desposeídas (qué elegante soy: usa los colores nacionales para joder más a los jodidos).
Esos que se envuelven en mi Bandera durante un juego de la Selección Nacional, no me representan. Esos que usan el nombre de mi país, no me representan. Este país lleno de errores, botín de corruptos, injusto, inseguro, tiene muchos errores, sí; y una de las pocas glorias está en su nombre, en su historia, en su Bandera: ¿Por qué la toman esos, quién les dio permiso de bailar con ella? Antes de seguir con el que seguramente calificarán como un arrebato más nacionalista que el de una familia corriendo al Ángel de la Independencia (con el padre, desempleado, lleno de Caguamas en la barriga); antes de que me caigan a palos, debo confesar que cuando veo la selección de Brasil (mantengo el ejemplo) sí me imagino Brasil y los brasileños. Pienso que esos pobres de las favelas –me engaño– ya no son pobres: que ganan millones, salen por tele y sus apodos terminan en “iño”, que debe significar dinero, felicidad, satisfacción. Pero cuando veo a nuestra selección no me siento representado. ¿Estoy mal? ¿Me sentiría futbolero si la Selección Nacional fuera mejor?
Ojo: el texto anterior, íntegro, lo publiqué hace 4 años en El Universal. Le hice ajustes muy breves y quité la última parte, en la que hablaba de Javier “El Vasco” Aguirre. Miguel “El Piojo” Herrera no me merece comentario alguno. Es lo mismo. Es la misma extensión del fraude llamado Selección Nacional.
Yo se que toco fibras muy sensibles, pero cuatro años después les ratifico lo que dije: esos que se envuelven en mi Bandera no me representan. Son un fraude más, un engaño más. La Selección Mexicana es una caguama de veinte litros que nos dan cada cuatro años para apendejarnos. No me gusta el futbol. No veo el futbol. Discúlpenme.
Qué, ¿retomamos la agenda nacional? ¿Recuerdan que cuando empezaron esta borrachera se estaban apoderando de los energéticos y los intereses más oscuros decidían la Reforma de Telecomunicaciones? Bueno, pues ya están más cerca, hoy, de dejarlo a usted y a sus hijos y a sus nietos sin calzones. ¿Recuerdan que había secuestros y extorsión? Bueno, ahora ya alcanzaron niveles nunca antes vistos, de acuerdo con el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP). ¿Recuerda que estamos en guerra? Bueno, dicen las cifras del mismo SESNSP que el homicidio doloso repuntó a su nivel más alto desde diciembre de 2013. ¿Recuerda que ya ajustamos a la baja la proyección económica para 2014? Bueno, pues Banxico y medios especializados del extranjero dicen que es un hecho que no creceremos como Luis Videgaray había dicho.
Qué, ahora que perdió (como siempre) la Selección Mexicana, ¿volvemos a lo que verdaderamente importa, ciudadanos? (Ayer, en el único momento que me acerqué a la tele, un comentarista gritó algo como “¡Le virgen esté de nuestre lade!”, es decir: “¡La virgen está de nuestro lado!”. Patético. Lo que debería estar de nuestro lado no son sueños guajiros y mentiras, sino la justicia y la razón. Patético; simplemente patético).
*Esta columna refleja sólo el punto de vista de su autor
Por: Alejandro Páez Varela
@paezvarela
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