“Con una navaja me abrieron en el pie, por el empeine. Me pusieron un chip para localizarme”
Le quemaban las piernas con un fierro caliente por no poder descolgarse del tubo de la pista de baile
Daniela pasó demasiado tiempo en un cautiverio sin calendario, televisión o periódicos, que no llevaba la cuenta de los cincos años que tenía secuestrada. En total estuvo siete años y medio como una esclava sometida, primero por Los Zetas y luego por los rivales “de la última letra”.
Cuando huyó de ese cautiverio, contó a las autoridades mexicanas de la Unidad Especializada en Investigación de Tráfico de Menores, Personas y Órganos que son ciertos los rumores sobre lo que pasa en Tamaulipas, un estado que se ha ganado el apodo de “Mata-ulipas” porque 7 mil 200 de los suyos han sido asesinados en los últimos cinco años, según datos oficiales.
Esa mujer narró a VICE News lo que muchos creen que es un mito: que a las víctimas les colocan chips para impedir que huyan, que los narcos se deshacen de los cuerpos con “técnicas” de horror, y que hay clientes que pagan por torturar y casi nadie de las víctimas se salva.
Casi nadie, excepto Daniela.
Ya no es la misma mujer de hace siete años. Ganó peso, tiene cicatrices que le salpican la cara, un ojo desviado y medio rostro paralizado por las golpizas que recibió y que fueron paliadas por una cirugía plástica de seis horas.
Volver de unos 90 meses secuestrada por dos cárteles en la región más violenta de México es imposible. Su caso es histórico, puesto que el llamado “secuestro más largo de México”, fue el de Priscila Lorea, quien estuvo retenida por dos años, dos meses y ocho días.
“A veces, cuando estaba con un cliente, me enteraba del mes o del año porque salía en la conversación. Pero si la gente que me tenía [secuestrada] me escuchaba preguntar algo así, me golpeaba muy feo, “, confesó Daniela, en una entrevista exclusiva con VICE News.
“Primero, a Los Zetas. Luego, estuve con los del Golfo… y [luego] ya, me ayudaron a escapar…Vi a mucha gente morir, morir de formas espantosas. Nadie se imagina lo que tuve que ver. Quiero hablar porque la gente tiene que saber lo que está pasando en la frontera con las jovencitas desaparecidas y con muchas de las que están dando sexoservicio en las zonas del narco”, agregó.
Como costurera de una maquila en Nicaragua, casi no tenía dinero para proveer a sus hijos y a su madre. Por eso cuando le ofrecieron un préstamo, ella aceptó que una desconocida la llevara a una supuesta reunión informativa en la frontera de su país y Honduras, donde le dirían si era elegible para la ayuda financiera. Era abril de 2008.
A diferencia de Honduras y El Salvador, Nicaragua era un país relativamente tranquilo. No había problemas de narcotráfico, sí de pobreza. Por eso, Daniela no sospechó nada malo. De la maleza, salieron varios hombres armados que las obligaron a subir a otros vehículos, mientras los organizadores del préstamo salían ilesos.
Daniela fue entregada a la “plaza” en la que debería trabajar en Nuevo Laredo, Tamaulipas. Alguien, envalentonado por el arma que sostenía, le presumió el grupo que la tenía secuestrada: “¿Ya te diste cuenta? Estás con Los Zetas”.
La mujer se acuerda de Toñito, “su hermanito” quien tenía 12 años cuando lo conoció y le viene un llanto incontrolable. Al llegar a Nuevo Laredo, los obligaron a trabajar en sexo servicio.
Ambos vivieron lo mismo: los hospedaban en casas de seguridad de donde sólo salían para ir con los clientes. Los obligaban a emborracharse con ellos, a consumir cocaína y a ofrecerse como pedazos de carne resistentes a las peores humillaciones.
Los clientes VIP (rubios, maduros, respetables hombres de familia en Estados Unidos) compraban días que incluían sexo violento y la “diversión” de torturarlos.
Les quemaban las piernas con un fierro caliente, a Daniela por no saber descolgarse del tubo de la pista de baile; a él, por llorar durante las violaciones que sufría, y le quitaban la comida hasta que apenas podía ponerse en pie.
A ella la azotaban si pedía un día de descanso porque le ardían los genitales; a él lo golpeaban en la boca aflojándole los dientes, si se negaba a emborracharse con la personas que le pedían hacer cosas indecibles.
“Pobrecito mi Toñito, cada vez que lo pedían, lloraba. De tanto hacer “eso”, creció enfermo hasta los 16, 17, creo. Tenía un problema en el intestino y como ya no podía ‘desempeñarse’, lo llevaron a un monte conmigo”.
Los Zetas le dieron a ella una pistola y le ordenaron matar al menor, inservible por su frágil salud. Ella se negó y entonces la pistola pasó a manos de él, a quien le ordenaron disparar para salvar su vida.
“Él nunca pudo, ni yo tampoco. Entonces, lo colgaron y empezaron a cortarlo. A hacerle heridas. Y me decían ‘¿no te da pesar?, ¿por qué le hiciste eso, si dices que lo quieres? Mira lo que nos obligas a hacerle’. Hasta el final, le dieron un balazo en su cabecita. Caí en el suelo, comencé a llorar, gritar, me patearon, me subieron a una camioneta y no supe más de él”.
Daniela fue testigo de un hecho clave en la violencia en México: en algún momento Los Zetas iniciaron su ruptura con El Cártel del Golfo como su guardia armada. Los Zetas se separaron de los jefes a los que protegían y se autoproclamaron un cártel autónomo.
Daniela quedó en medio de esa guerra separatista en la que murieron decenas — ¿cientos? — de mujeres víctimas de trata que eran reclamadas por un bando y el otro.
Se salvó gracias a que uno de sus captores originales decidió quedarse del lado de “los golfos” y uno de ellos exigió que fuera su amante.
“Cuando este hombre me dice que voy a ser su amante, me llevan a un lugar, agarraron una navaja y me abrieron en el pie, por el empeine. Me pusieron un chip para localizarme y, si me escapaba, me iban a buscar, si iba con las autoridades”.
Daniela creyó que ser amante de ‘El Viejón’, el apodo del señor que la pidió, convertido en jefe del Cártel del Golfo, la libraría de los servicios sexuales forzados. Se equivocó: él la mandó de regreso a los tabledance.
Bajo las nuevas órdenes del Cártel del Golfo, Daniela sabía que los clientes eran grabados desde que entraban a los tabledance.
“Las más adictas, ya no servían y las desaparecían. Ellos mismos decían ‘póngase vivas, porque van a terminar como La Fulana en el barril’. Tenían jaulas, había un león ahí en Reynosa, en una casa. Ahí echaban también los cuerpos.. Cada día era igual. . No tenía ropa, así que no había forma de huir. En Reynosa la gente de las casetas están pagados por los señores y les avisan quién entra y quién sale”, dijo Daniela, quien estuvo así dos años.
Daniela prefiere reservarse un capítulo para sí misma: su escape y la extracción del chip. No hay detalles, sólo un rápido recuento: alguien en Tamaulipas supo de su secuestro, se jugó la vida y la ayudó a escapar en la cajuela de su auto. Esa persona aún vive en las zonas que controla el Cártel del Golfo, así que no da detalles.
Sólo eso: “me ayudaron, me sacaron del lugar, me pagaron transporte a la Ciudad de México y hui de ese lugar. Nada más. Si cuento más, van a matar a esa persona y no me lo voy a perdonar”, confesó.
Es una mujer que sabe que ya no viaja aterrada. Se reunió con su familia y volvió a casa.
Lee el relato completo en Vice News
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