Si el homicidio de la alcaldesa Gisela Raquel Mota hubiera ocurrido en una población francesa o norteamericana y no en Temixco, Morelos, seguramente el primer mandatario Enrique Peña Nieto habría reaccionado de manera mucho más rápida.
La indolencia y el silencio del gobierno federal frente a este crimen –que ha vuelto a conmocionar a la opinión pública nacional desde el 2 de enero de 2016– y la disputa mediática entre el recién estrenado alcalde de Cuernavaca el exfutbolista Cuauhtémoc Blanco y el gobernador Graco Ramírez sobre el tema del “mando único” policial en Morelos son una demostración de la pésima decisión oficial de ignorar los temas más conflictivos de la actual crisis de seguridad pública y de respeto a los derechos humanos que vivimos en el país.
Ante las principales tragedias nacionales, Peña Nieto ha tardado en reaccionar entre 10 y 12 días. Y cuando lo hace, es para minimizar el impacto real de los hechos o para emitir sus “decálogos” que acaban por guardar el sueño de los justos en las oficinas burocráticas o quedar congelados en las comisiones dictaminadoras del Congreso.
Su último “decálogo” sobre seguridad pública ha quedado ampliamente rebasado por la caída de la “verdad histórica” en la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, por la fuga de Joaquín El Chapo Guzmán y ahora por el crimen contra la alcaldesa de Temixco, a unas cuantas horas de haber protestado como alcalde en uno de los municipios disputados por los mismos cárteles que presuntamente están detrás del caso de los normalistas de Ayotzinapa.
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