El martes pasado, el Presidente Enrique Peña Nieto posó para las cámaras de los periodistas mientras se tomaba un selfi con el Senador Carlos Romero Deschamps. En la foto de Cuartoscuro se ve muy sonriente (característica de toda foto posada) al líder de los trabajadores petroleros y principal involucrado en el robo de mil millones de pesos de Pemex para la campaña del PRI en 2000. Familia revolucionaria: en el evento presidencial estuvo además Emilio Lozoya, director de la empresa energética mexicana, a quien es posible escuchar en los audios donde directivos de OHL hablan de compra de jueces, políticos, licitaciones y contratos.
El miércoles pasado, en otro escenario, leo sobre la misma familia revolucionaria, ahora en el estado de Tamaulipas. Es un reportaje de Sandra Rodríguez: “Analistas y políticos opositores al PRI, el único partido que ha gobernado la entidad en casi 80 años, coinciden que la complicidad entre la élite política y el narco es cada vez más estrecha”. Luego narra cómo el Gobernador Egidio Torre Cantú, cuyo hermano fue asesinado por criminales, tuvo como invitados especiales de su informe de gobierno a Eugenio Hernández Flores y a Tomás Yárrington, ex gobernadores acusados de criminales en Estados Unidos.
Las fotos Torre-Hernández-Yárrington y Peña-Romero Deschamps son de una infinita tristeza.
Hurgo en Cuartoscuro otra vez. Ese afán por joderme la madre, ya saben. Sale una foto maravillosa: la del abrazo de Peña a Manlio Fabio Beltrones, cuyo yerno está en el Partido Verde y cuya hija está en el PRI. La familia revolucionaria verde institucional: a un lado, Emilio Gamboa Patrón; del otro, brillante como una estrella, Arturo Escobar.
Le paro allí.
¿Es necesario decir de qué se acusa a cada uno? No. El país lo sabe.
Son la dinastía corrupta, diría Sergio Aguayo, sólo comparable con los papados corruptos de la Edad Media.
¿Y de qué sirve saberlo, si este país que lo sabe es el mismo que los lleva al poder?
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El alacrán le promete al sapo que si le ayuda a cruzar el río no lo va a picar.
La fábula, que se encoje en su propia candidez, dice que el alacrán pica al sapo cuando van a mitad del río y entonces, ante el reclamo, el alacrán explica:
–Es que soy alacrán. Y pico.
Y los dos se hunden.
Pero la magia del alacrán que lleva desde 1928 en el poder está en que no pica a mitad del río.
Pica cuando el sapo termina de cruzar el río.
El sapo se hunde, envenenado. El alacrán brinca entonces a tierra firme.
Porque ni Enrique Peña Nieto, ni Carlos Romero Deschamps, ni Emilio Lozoya, ni Egidio Torre Cantú, ni Eugenio Hernández Flores, ni Tomás Yárrington, ni Manlio Fabio Beltrones, ni Emilio Gamboa Patrón, ni Arturo Escobar se hunden, nunca.
Es usted el que se hunde, como soy yo.
Puerco destino (siguiendo con las fábulas), que pudiendo no subir al alacrán en el lomo, lo traemos pegado, río tras río, generación tras generación.
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