Por Alejandro Páez Varela
Un amigo que tiene un amigo (como se dice) me contó que la última vez que Miguel Ángel Mancera y Andrés Manuel López Obrador se reunieron, simplemente no pudieron platicar.
El hijo chiquito del líder de Morena, que se gana las sonrisas con enorme facilidad en actos públicos (lo amó la gente en la campaña de 2012) brincaba de aquí para allá, atraía la atención del padre, exigía como exigen los críos a esa edad.
Eso me dijo.
–Quedaron de verse después. No se pudo hablar. Mancera salió muy desconcertado.
No me dijo, aclaro, que el Jefe de Gobierno salió molesto. Me dijo “desconcertado” pero adiviné que le había parecido una falta de respeto o, al menos, una desatención.
Me dijo que López Obrador lo había convocado, llamado o citado o como se diga. Y que, al final, con votos propios o ajenos o lo que sea, “Mancera tiene el segundo cargo de elección popular más importante de México”.
Otra fuente me contó que antes de ese encuentro fallido, López Obrador compartió con Mancera –muy breve pero con contundencia– su plan para los siguientes años en la Ciudad de México.
Primero le pidió que sacara a Héctor Serrano de la Secretaría de Gobierno; así llegó Patricia Mercado, no por AMLO sino por un acuerdo interno en el que intervino el propio Salomón Chertorivski, Secretario de Desarrollo Económico de la Ciudad de México. Pero López Obrador “generó la vacante”.
Luego, AMLO le dijo a Mancera, según esa fuente –interesada, porque trabaja cerca del Jefe de Gobierno–, que facilitara el paso de Morena a la capital. Que ayudara a que su movimiento tomara la Ciudad de México.
–¿El premio para Mancera? La redención –me dijo la fuente.
Lo dijo con sorna, por supuesto.
Con lo anterior ilustro, en realidad, otro punto: que el sentimiento dominante en el PRD y dentro del Gobierno de la capital es que una alianza con Morena es un punto muerto.
Que si en algún momento de la primavera-verano de 2017 pareció haber una posibilidad PRD-Morena, eso está más lejos que nunca.
La ruptura, creo, es definitiva. Al menos para 2018. Y creo que hay muchos que están contentos con eso y no sólo en el PRD, entre los manceristas y los chuchistas y los graqueros o como se llamen: en Morena también.
Hay un rechazo fuerte al PRD y al mismo Mancera, como Mancera y el PRD rechazan a Morena.
Como digo, por lo que he platicado en las últimas dos semanas, creo que este divorcio es irreversible.
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Empezaré por esto: sí veo un “frente opositor” para las elecciones de 2018. Pero sucederá en la Ciudad de México y no será un “frente opositor” en lo absoluto: será convocado por el PRD, y el PRD gobierna la capital; entonces, en estricto sentido, es un frente oficial.
A Miguel Mancera le conviene una gran alianza para que la capital no quede en manos de Morena, o pasará a la historia como el único Jefe de Gobierno, desde 1997, que pierde la ciudad. Y le conviene por una segunda razón: como ha decidido aparecer en la boleta de 2018, su verdadero flujo de posibles votos está en el territorio que gobierna, en donde lo conocen y tiene la gran estructura perredista; aquí está su esperanza para juntar un capital político que le sirva en lo que le vaya a servir.
No se si el PAN se vaya a sumar en esta alianza; ese partido está acostumbrado a ser el macho alfa de la relación, y muy de vez en cuando suelta la candidatura clave. Por supuesto que la esperanza de los aliancistas perredistas es que el PAN se les sume en la capital mexicana y sumar a todos los demás partidos, incluyendo el PRI.
Pero creo que el PRD y los manceristas sobreestiman su propio valor. El PRD va en picada, Mancera está muy mal calificado y si alguien pensaba que el despegue de Juan Zepeda en Edomex los apuntalaba, no es así: Zepeda tiene su propio juego y lo ha demostrado lanzado su pretendida precandidatura a la presidencia de México.
Eso es un puntapié en la espinilla del Jefe de Gobierno.
Se sobreestiman, decía, porque todos los números indican que el PRD va en picada. Y un partido en picada no es el que pone las reglas.
El PAN, macho alfa, querrá que Xóchitl Gálvez sea la candidata de esa alianza porque tiene posibilidades reales. Cito a ella, como puedo citar a Santiago Creel o a otro de los que salen bien en las encuestas.
Por eso veo poco posible que el PAN se sume a esa alianza si no es con su candidato, y las mismas razones veo para que se quiebre, antes de siquiera ver una pequeña luz, el llamado Frente Amplio Opositor para la elección presidencial.
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Diego Fernández de Cevallos ha estado en gira de medios hablando de ese frente. Pero dice, claramente, que no ve a un panista como candidato sino a uno “sin partido”, o neutro. De allí que han tomado relevancia nombres como el de José Antonio Meade o el del mismo Chertorivski. No están en el mismo juego, pero sí están colocados en posiciones similares: Meade podría unir a PAN y PRD en una candidatura que, además, coquetearía con los votantes del PRI. Y Chertorivski, en el gabinete de Mancera, ha estado en gobiernos del PAN y PRD por igual; podría sonar lógico que fuera él quien le diera forma a una alianza en la capital.
Pero, otra vez, se vendría una revuelta interna en ambos partidos porque, ¿qué hacen PRD y PAN con sus propias tribus? ¿Qué hace el PRD con Alejandra Barrales y el PAN con Xóchitl Gálvez, por citar un ejemplo?
Me temo que lo único que alienta una alianza PAN-PRD para 2018 no son los tiempos ni las señales ni las coincidencias: es el odio (o temor, o ambas cosas) a Andrés Manuel López Obrador y su movimiento.
No los unen ideologías, ni proyectos, ni pasado, ni presente. Nada.
Creo, como dije, que el PRD sí armará un frente oficialista en la capital, aunque veo difícil que sea con el PAN. Pero si se da, el producto será raro, por no decir feo.
Será una alianza de dos partidos muy distintos, divorciados por la historia, que se justifican diciendo que “van contra el PRI” cuando al que no soportan, y lo han demostrado, es a López Obrador. Y no quieren que gane. Y son capaces de acostarse entre ellos a pesar del asco.
Será, si se da, un hijo engendrado en el odio; un extraño y peligroso Frankenstein al que nadie querrá amamantar y decir, cuando destruya sus primeros juguetes: “ese hijo es mío”.
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