“El día en que regresen, les contaremos de todos ustedes. Les diremos que siempre estuvieron aquí, con nosotros. El día en que regrese José Ángel Navarrete González, mi hijo, le contaré que estuvieron aquí, con nosotros”, dijo uno de los padres.
“¡Levántenos cuando nos vean caer!”, rogó. “Y yo que pensé que el ignorante era yo, por no haber ido a la escuela. El ignorante es este pinche Gobierno que mata y desaparece”.
El frío apretó en la plancha del Zócalo de la Ciudad de México. Una lluvia sólida caía cuando Cristina tomó el micrófono y empezó a hablar en su idioma. Hace un año, cuando se llevaron a su hijo, Cristina no hablaba español. Ahora sí.
Después de terminar de hablar retomó su discurso con español mocho. Dijo:
“Hoy el cielo llora. A esos estudiantes que hoy salieron a marchar [les digo], es el momento de levantar la voz. Levanten la voz para que no siga pasando, para que no les pase a ustedes y a sus nietos”.
“Como les dije a los antimotines: ¿a quién le tienen miedo? ¿A nosotras, sin armas? Pues no nos vamos a detener. No nos vamos a detener. Les agradezco mucho que caminamos juntos. No tengan miedo. Salgan con nosotros a las calles, sin miedo. Vamos juntos. Hay que salir a caminar, hay que caminar hasta encontrar a nuestros hijos”.
Antes, otro de los padres dijo: “¡Hijo, escúchame bien: no me voy a detener hasta encontrarte!”.
Algunos aplaudieron pero otros muchos, este sábado 26 de septiembre de 2015, apretaron los ojos y tragaron saliva.
La lluvia apretó más en los siguientes minutos. El frío también.
No se si era yo, o era la lluvia o era el frío de septiembre, pero de todas las marchas que he caminado en este año, la del aniversario del ataque a los jóvenes normalistas de Ayotzinapa me pareció la más lúgubre, la más triste.
“El día en que regresen, les contaremos de todos ustedes”, dijo ese padre con la voz quebrada.
El día en que regresen. Gulp. Cuánta fe.
***
Otra vez aquí, caminando. Van los padres enfrente de mí, arrastrando la pena de no saber qué pasó. Van los hermanos, van familias completas. Alguien grita algo de los 43 normalistas desaparecidos y tengo la idea de haberlo escuchado antes y me confirmo: sí, son las mismas consignas de hace un año o, mejor dicho, las mismas de todo un año. Va una banda de guerra. Van grupos que cantan. Va la mujer entusiasta de todas las manifestaciones y el Enrique Peña Nieto vestido de calavera, y los mismos carteles fieros y desafiantes de ayer y antes de antier.
Va, otra vez aquí, la triste procesión de los que mantienen la esperanza.
Este sábado, mientras caminaba, pensaba en la ruda vida del que vuelve a casa durante un año, día tras día, con las manos vacías y el corazón vacío, y encuentra camas vacías y pantalones, camisas y calcetines vacíos también. Esas mujeres prematuramente envejecidas que veo hoy, pensaba el sábado, cambiarían toda esta multitud voluntarista reunida en el centro de la capital mexicana –a la que agradecen aún con los ojos agachados– por una sola alma: la del hijo perdido.
Qué triste el mundo para el espera. Porque lo más terrible de todo este asunto (y no se si irrespeto al llamarle asunto) es la espera. Una madre dijo que su corazón le dice que su hijo está vivo; lo escuché y me partí en dos desde la coronilla. Otra dijo que no pierde la esperanza de que los tengan por allí sembrando amapola, secuestrados. Imagino que se imagina que un día sus verdugos dejarán abierta una ventana por casualidad y los muchachos, o al menos algunos de ellos, saldrán corriendo y aparecerán, tocarán la puerta y pedirán de comer o de cenar. Porque vendrán con hambre y cansados, piensan. Dormirán dos o tres días.
Qué país, donde la esperanza de una madre es que su hijo esté secuestrado; qué país es este, a dónde hemos llegado, si una madre reza por que su hijo sea esclavo en algún campo de concentración operado por criminales. Esa esperanza tienen algunos, aquí, mientras marchan. Me sudan las manos y hago un esfuerzo para asimilarlo.
Mejor eso, pensarán las madres: que los tengan sembrado mariguana o amapola, atados con grilletes. Mejor eso: que duerman cada noche atados de manos y pies y vendados de los ojos.
Mejor eso a que estén enterrados sabe Dios dónde.
Ese es nuestro país, mexicanos, uno con miles y miles de desaparecidos, y miles y miles de familias esperando a que lleguen.
“No tengan miedo. Salgan con nosotros a las calles, sin miedo. Vamos juntos. Hay que salir a caminar, hay que caminar hasta encontrar a nuestros hijos”.
Hasta encontrar a nuestros hijos. Gulp.
Sé parte de la conversación