Por Alejandro Páez Varela
David Korenfeld debió renunciar, hace algunos meses, por un escándalo de corrupción y abuso. En un país con más de 55 millones de pobres, el señorito utilizaba un helicóptero oficial para vacacionar con su familia. Pero eso le valió un cacahuate a Presidencia de la República (y discúlpenme, por favor, los cacahuates): fue invitado especial del Señor Presidente a su Tercer Informe de Gobierno, en Palacio Nacional.
En casi cualquier país, este ladronzuelo de poca monta (o de mucha, no sabemos) habría sido encarcelado sólo para darle una lección a todos los demás. Pero aquí no. Aquí, este corrupto –porque está probado su abuso– es invitado especial y comparte la mesa con el señor Presidente Enrique Peña Nieto.
Otro invitado especial: el empresario Juan Armando Hinojosa Cantú, dueño de Grupo Higa, la constructora–banco–prestamista de la “casa blanca” de Angélica Rivera y del señor Peña Nieto. Lo sentaron junto a los militares, a un lado de David López, Diputado, ex Director de Comunicación Social de la Presidencia y amigo personal del Presidente. Así.
Un invitado más: Rodrigo Medina. Apenas meses antes, el papá del Gobernador priista, Humberto Medina Ainslie, fue exhibido como el nuevo multimillonario de Nuevo León. Tiene 7 predios en el municipio de San Pedro con valor de 300 millones de pesos. Nadie sabe de dónde salió esa fortuna explosiva, de la noche a la mañana.
A juzgar por los amigos de la casa, el mensaje es claro: no importan los escándalos en tiempos de Enrique Peña Nieto; no importa si fuiste exhibido, públicamente, como mentiroso o como ladrón. De la cabeza a los pies, la administración federal hiede a podredumbre y corrupción, ¿qué importan otros tres?
Ahora que alguien ponga en duda por qué vemos con ojos de envidia hacia Guatemala; ahora que alguien dude de nuestro Guatepeor.
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El 7 de noviembre pasado, Jesús Murillo Karam lanzó su “verdad histórica” en un reporte que se ha venido cayendo a pedazos, mes con mes, semana tras semana. Era basura, punto. Inventos construidos por la Procuraduría General de la República para salir al paso. Los 43 estudiantes, sabemos ahora, no fueron quemados en el basurero de Cocula. A esas conclusiones llegó el Grupo Interdisciplinario de Expertos y Expertas Independientes (GIEI), integrado por cinco representantes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).
“Los muchachos no fueron incinerados en el basurero de Cocula”, dijo Francisco Cox, del GIEI-CIDH. Se habrían requerido 30 mil 100 kilos de madera, 13 mil 330 kilos de neumáticos y 60 horas para incinerar los 43 cuerpos. “Los habitantes de Cocula hubieran visto la columna de humo de 200 metros de alto”, agregó.
¿En dónde están, pues, los estudiantes?
Carlos Beristain y Ángela Buitrago, también del grupo de expertos, agregaron que el Ejército y la Policía Federal tuvieron conocimiento del movimiento de los estudiantes, antes de su desaparición. Fueron vigilados en todo momento por policía estatal, federal y el Ejército. Desde que salieron de Chilpancingo.
¿En dónde están, pues, los muchachos?
Mucho ayudaría que Murillo Karam fuera llamado al menos a declarar. Que respondiera por su “verdad histórica” (ahora convertida en mentira histórica) y explicara quiénes son sus cómplices; quiénes lo ayudaron a esconder la verdad en un reporte plagado de mentiras.
Pero Murillo Karam no será llevado ante la justicia porque, de la cabeza a los pies, la administración federal entera hiede a podredumbre y corrupción. Y porque marca de los tiempos es la impunidad.
Ahora que alguien ponga en duda que México necesita, a la voz de ya, una comisión internacional contra la impunidad y la corrupción como la de Guatemala.
Casi un año después, los ojos de los padres de esos 43 han vuelto chispear con esperanza porque el Estado mexicano no ha podido responder siquiera una sola pregunta: ¿en dónde carajos están esos muchachos?
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Una comisión contra la impunidad y la corrupción. Imagínense. Sabemos que el Gobierno mexicano por sí mismo nunca lo aceptará. Pero si esos expertos internacionales –como los que asistieron a Guatemala para investigar la corrupción en la casa presidencial– vinieran a México, los esperaría en el aeropuerto para darles la siguiente pista: Empiecen por alguien que ha entregado vidrios por diamantes; alguien que ha comprado a la prensa para construirse una imagen de salvador que le permita seguir escalando social y económicamente; alguien que ha llevado esperanza a los más jodidos –durante periodos electorales– y les ha metido a los bolsillos sólo puñados de gusanos y boñigas de vaca; alguien que te ve a los ojos, te promete y después no te cumple (siempre viéndote a los ojos).
Esa es la cabeza de la hidra –sugeriría–, allí está en corazón de la podredumbre. Empiecen por allí. En mi pueblo, a esos los llamamos vivales. Son unos caradura (RAE: 1. adj. Sinvergüenza, descarado), por supuesto. Pero son, sobre todo, vivales. (RAE: 1. com. vulg. Persona vividora y desaprensiva). Porque un sinvergüenza –insistiría– puede andar por la vida sin rubor; un descarado puede mentir, deliberadamente. Pero los vivales harán todo lo anterior y un poco más, sólo para vivir a expensas de los otros.
Si esos expertos internacionales de una hipotética comisión contra la impunidad y la corrupción vinieran, les diría que la materia de su búsqueda no es difícil de identificar.
Busquen, les diría, donde no hay ideología y no hay compromiso con nada ni nadie. Allí están –apuntaría–: justo donde no hay respeto por el otro porque, de hecho, el otro existe sólo para darle sentido a lo propio. Verifiquen en donde no hay vocación de Patria o idea de pueblo; donde no se rinde honor a la política y no hay trazos de Nación. Vayan por ellos –les urgiría– porque si los dejan donde están, seguirán organizándose fiestas con invitados de honor: los Korenfeld, los Hinojosa Cantú, los Medina, los Murillo Karam y demás. No batallarán para dar con ellos. Son una casta educada –explicaría– desde tiempos de Carlos Salinas de Gortari para sacarle billetes a todo. No tienen conflicto ético ni moral.
Les daría pistas:
Si es una obra carretera, debe beneficiar sus tierras o justificar la expropiación de las ajenas. Los trabajadores que pelan el monte salen de los sindicatos de su partido y de sus constructoras. La tierra que extraen del aplanado del suelo, si vale algo, va a sus patios. El asfalto se prepara con ingredientes de sus ollas o son importados por ellos. Cada pelo de las brochas que usan para pintar los arbotantes les deja uno o mil pesos. Cada árbol podado, cada carretilla de graba, cada grado de peralte en las curvas, cada letrero luminoso, cada caseta y cada empleado de esa misma caseta les deja uno o mil pesos. Y al final, sin ningún empacho, cobran como empresa al erario público con sobreprecio de 100, 200 o mil por ciento (¿qué importa?). Y cobran otro 10 por ciento como soborno. Y cobran por organizarse –antes de que se caiga a pedazos– una magna inauguración donde hay discursos, abrazos y cubetas de promesas para llevar o para comer allí. Como último acto y para afianzarse en lo que son, le ponen nombre a la obra: “Carretera Don Chinguetas de Atlacomulco”.
Busquen por allí, diría a los expertos de esa comisión. No batallarán porque se reproducen como conejos en estos tiempos. No necesitan rascar mucho.
Ayer estaban escondidos en sus guaridas de Atlacomulco, pero ahora anidan por toda la Nación, con domicilio conocido.
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