En un costado del Cerro de la Campana en Hermosillo, Sonora, una pinta escrita con letras caladas sobre negro se va desdibujando. Dice “JUSTICIA”, y al lado se lee “ABC” junto a un corazón alado.
El letrero resume el anhelo de los padres de 49 niños que fueron asesinados el 5 de junio de 2009 –quemados vivos– por la negligencia o por las manos de alguien.
Dos amigos –Imanol Caneyada e Hilario Peña– y yo conversábamos el sábado pasado justo al pie del cerro, en el café de un hotel. Hablábamos de cómo los apaches, los comanches, los seris, los yaquis, los rarámuris y otros pueblos de esas regiones fueron olvidados por la historia oficial mientras eran domesticados o exterminados por los gobiernos de México y Estados Unidos.
–Para leer sobre ellos hay que recurrir a la bibliografía norteamericana –dijo Hilario. Imanol y yo coincidimos. Y mientras hablábamos, no pude desviar los ojos del letrero. Al día siguiente se presentaría, en la Feria del Libro, 49 razones para no olvidar, de Lourdes Encinas Moreno.
Más tarde, el escritor y periodista Carlos Sánchez y yo sostuvimos un diálogo en el marco de la misma feria. Una conversación que me llevó, ante esos que asistieron, al reclamo.
Le dije a los hermosillenses allí reunidos que yo no tenía esperanzas de “la gente”, como un todo. La gente, les dije, se mueve caprichosamente y tiende a olvidar. Les dije que no podía concebir cómo el asesinato de 49 niños sonorenses no los había puesto en pie de lucha. Les reclamé por el olvido.
Y mientras lo decía, imaginaba cómo el letrero que dice “JUSTICIA” pierde color a diario. Se va descarapelando. Se va deslavando hasta que un día no se lea más.
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¿De qué estamos hechos los mexicanos? Imanol me recordó que millones de españoles tomaban las calles cada vez que un ciudadano era ejecutado por ETA. Los ejemplos sobran. ¿Nosotros de qué estamos hechos? El país está convertido en un camposanto sin abrir, mientras miles de familias buscan a sus desaparecidos del Usumacinta al Río Bravo. La evidencia nos dice que la corrupción ha permitido que el crimen organizado convierta a las policías en brazos armados, y a los políticos de todos los partidos en cómplices.
En Tlatlaya, soldados ejecutaron a jóvenes sin más permiso que la impunidad. En Iguala se llevaron a 43 estudiantes así como así, y mataron a otros seis. En Matamoros, policías de élite estarían detrás del asesinato de tres ciudadanos de Estados Unidos. En Edomex, el Gobernador Eruviel Ávila intentó esconder la matanza de militares; en Guerrero, al menos el Alcalde y su esposa eran parte de los criminales; en Tamaulipas, una Alcaldesa es señalada por los padres de los tres como posible cómplice. De norte a sur se escucha el clamor de que las fuerzas de seguridad están detrás de estas y muchas otras matanzas y sólo en mi sector, entre los periodistas, el 90 por ciento de los casos comprobados de ataques a la prensa están relacionados con funcionarios públicos (datos de Artículo 19). ¿Qué nos pasa?
Nos pasa que somos unos pazguatos, simples observadores de la tragedia de los otros, poco solidarios, mezquinos. Hasta que un día llegan a nuestras casas y la muerte nos toca la puerta. ¿Qué nos sucede, mexicanos?
Los gobiernos apuestan el olvido y nosotros les damos, alegremente, el tiempo. Los gobiernos apuestan a que se apague la flama de la ira y la indignación, y nosotros alegremente nos quedamos en casa viendo la estúpida televisión. Los políticos actúan como criminales y nosotros allí vamos, con la baba de fuera, a votar por nuestros verdugos; a darles legitimidad.
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–¿Usted es Alejandro Páez? –me dijo una chica de unos 19 años en el aeropuerto.
–Sí –respondí, esperando su reacción.
–Me gustó mucho lo que escribió sobre los estudiantes desaparecidos –me dijo. Luego desapareció.
No puedo borrarme la sonrisa.
Esos días me hicieron el favor de llevar mi rostro distorsionado a 7.5 millones de seguidores de la cantante Belinda. Ella me vio allí, seguramente. Llegó a mí con ganas de destrozarme con las manos y ahora es mi lectora (la abrazo desde aquí y le doy las gracias).
La chica del aeropuerto, la pinta de Hermosillo y la mujer de la edad de mi madre, me dije, deben ser una lección para mí. Y lo es.
Debemos insistir. Debemos decir las cosas por su nombre. Debemos denunciar lo que sucede en este país, cada quién en su trinchera. Debemos mantener la dignidad, y luchar contra el olvido. Este país no es de los corruptos y de los homicidas, de los políticos y criminales (acaso unos y otros son lo mismo). Este país dolido pero hermoso es nuestro, suyo y mío.
Y la clave está en no olvidar.
Hay una nación colmada de agravios: ¿qué esperamos para despertarnos?
*Esta columna refleja sólo el punto de vista de su autor
Por: Alejandro Páez Varela
@paezvarela
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