Por: Pablo Montaño*
“No eres tú soy yo”, “lo siento si te ofendiste pero eres muy sensible” o “mi esposa compró una casa a un contratista habitual en mis gobiernos y esto se malinterpretó”. Clásicas disculpas de un “arrepentido” que sigue excusando y abonando a su causa. Peña Nieto pidió perdón, es su cumpleaños y sería muy raro hablar de otra cosa.
Su disculpa propone una versión en la que el Presidente comparte las consecuencias con los agraviados: “…este error afectó a mi familia, lastimó la investidura presidencial…” Como cuando eche a correr de la mano de mi novia y ella se torció el tobillo, en mi desesperación de verla en el suelo en un sólo grito de dolor me tiré pretendiendo que mi rodilla estaba igualmente dañada. Una absurda inconsecuente reacción que nos resuelve el porqué la disculpa del presidente genera más burlas que otra cosa.
Sin consecuencias concretas o reparación del daño las disculpas se quedan en lo emotivo, lo simbólico y superficial. La más sincera de las disculpas, llorar a su lado y decretar luto personal por tres días no curaron la toronja que tenía por tobillo mi novia; un doctor, una férula y dos meses de muletas, sí. El presidente se queda en la disculpa y cree que su momento honesto y vulnerable basta para dar por cerrado el tema, cuando el efecto de su “error” sigue presente: no se recupera la confianza, el caso sigue sin una explicación y la impunidad se extiende a otros espacios, con gobernadores que desaparecen hasta el dinero de la Cruz Roja (Javier Duarte logra nuevo fondo) y le sumamos que el Secretario de Hacienda que cometió el mismo error (no ilegal) sigue sin disculparse. En el imaginario presidencial la corrupción se arregla como en Plaza Sésamo o para niños más lentos Barney: moviendo a México con el poder del perdón.
*Twitter: @pabloricardo2
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