Hace ya más de un siglo que uno de los sociólogos más eminentes de la historia de la sociología, Emile Durkheim, sostuvo y demostró a partir de un extenso trabajo de investigación, que el suicidio era un “hecho social”. Esto es, que el suicidio no puede adjudicarse simplemente a cuestiones de tipo individual, psicológico o en función de la naturaleza del medio físico, sino que sus causas deben buscarse en la misma sociedad.
Así considerado, la decisión de quitarse la vida no debe observarse sólo desde la persona que la toma, sino a partir del contexto en que lo hace. Éste último está marcado por una serie de factores relacionados con el tipo de sociedad (libre o esclavista, democrática o autocrática, consolidada o en transición, con límites sociales y naturales más flexibles o más fuertes) y con hechos históricos concretos (una guerra, una crisis económica, política o de seguridad).
De tal suerte que una persona puede atentar contra sí misma por una baja importancia del ‘yo’ frente a un mayor peso de sus grupos de pertenencia como la familia, la comunidad, el partido político, la nación, etcétera (suicidio altruista). Puede igualmente aumentar la tendencia al suicidio cuando los vínculos sociales, en términos de presión y coerción, son demasiado débiles para comprometer al suicida con su propia vida (suicidio egoísta), cuando las instituciones y lazos de convivencia se hallan en situación de desintegración o de anomia (suicidio anómico) o, finalmente cuando, por el contrario, las reglas a las que están sometidos los individuos son demasiado férreas para que éstos conciban la posibilidad de abandonar la situación en la que se hallan (suicidio fatalista).
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