(13 de agosto, 2014).- A las 12 del día del lunes 11 de agosto de 2014 Enrique Peña Nieto promulgó las leyes secundarias de la Reforma Energética. Al hacerlo puso fin a un proceso legislativo que ha terminado por evidenciar el agónico estado de nuestra democracia, un proceso en el cual la simulación y la ausencia de debate fueron la constante por parte de las principales fuerzas políticas.
Si bien es cierto que en tribuna el Partido de la Revolución Democrática se opuso vehementemente a cada una de las leyes, también lo es que sus legisladores pudieron representar el papel de “defensores de la patria” porque la verdadera decisión se había tomado previamente con su anuencia.
En efecto, esa decisión tuvo lugar en el momento en que la dirigencia perredista eligió adherirse al llamado Pacto por México, incluso cuando Enrique Peña Nieto había expresado su firme intención de abrir el sector energético a la inversión privada. Fue en el Pacto por México y no en el parlamento donde se cocinaron los acuerdos que permitieron hacer realidad el proyecto político del nuevo PRI, mismo que no consiste en otra cosa que en la supeditación de la nación a los dictados del capital internacional.
Entre otras cosas, las leyes que Enrique Peña Nieto ha promulgado establecen cuatro tipos de contratos que le permitirán a las empresas privadas realizar labores de exploración y extracción del petróleo nacional; abren la puerta a un inmenso proceso de despojo de territorios bajo la figura de ocupación temporal de tierras; hacen de los pasivos laborales de Pemex deuda pública; desmantelan a Petróleos Mexicanos y a la Comisión Federa de Electricidad; y ponen en riesgo las finanzas del país al abrir un hueco fiscal que prácticamente obligará al Estado Mexicano a gravar más impuestos en los próximos años.
Como ocurrió con el Tratado de Libre Comercio (TLC) estas medidas han sido presentadas ante los mexicanos como la llave que abrirá las puertas de la prosperidad y el desarrollo; sin embargo un análisis concienzudo de los objetivos de la Reforma Energética hace evidente que los únicos beneficiados serán los Estados Unidos y las empresas del gran capital internacional.
En efecto, la Reforma Energética ha sido diseñada para favorecer el incremento de petróleo en más de un millón de barriles diarios a pesar de que el consumo nacional no requiere esa cantidad y, sobre todo, aun cuando nuestras reservas probadas son cada vez más escasas. Además, las medidas aprobadas hacen de nuestro país un vendedor de crudo y un comprador de gasolina y productos derivados, lo que supone uno de los negocios más infértiles imaginables.
De tal manera que el incremento en la extracción de barriles no parece tener como finalidad el desarrollo de la industria nacional, sino, por el contrario, la satisfacción de las necesidades petroleras de los Estados Unidos. Y es que, a pesar de que en México se ha asegurado que nuestro vecino del norte está a unos pasos de su independencia energética, en el Senado norteamericano se afirma que la seguridad energética de ese país depende de sus relaciones comerciales con México, a quien llaman un país “confiable” en lo que respecta a su política en materia de hidrocarburos.
El ascenso de las medidas de corte neoliberal en el mundo no sólo trajo consigo una reconversión en materia económica, sino también una transformación discursiva profunda. Con el tiempo, palabras como explotación e imperialismo parecían haberse vuelto obsoletas ante una realidad plagada de alusiones a la competitividad, el equilibrio de los mercados y los beneficios de la inversión extranjera.
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