Al fiscal brasileño Gilberto Câmara França Júnior le llevó casi dos años entender lo que había ocurrido en la celda uno del bloque C del penal de Pedrinhas, en el estado de Maranhão.
Y cuando finalmente armó el puzzle, se encontró con una escena que nunca había visto en sus 18 años de carrera: “Te pone contra la propia condición humana”.
La investigación concluyó que el recluso Edson Carlos Mesquita da Silva fue asesinado por otros presos de esa cárcel del noreste brasileño, en diciembre de 2013. Su cuerpo lo cortaron en 59 partes, que salaron y desparramaron por el penal en bolsas de basura. Entre los restos hallados días después faltaba el hígado.
“Según el relato de un testimonio que mantenemos bajo reserva y (para el) que fue pedida protección, el hígado lo habrían asado, dividido entre los presos y comido”, agrega el fiscal.
La denuncia, presentada a la justicia el mes pasado, señaló a siete autores materiales o intelectuales del homicidio, miembros de un grupo pequeño pero temido en esa cárcel, denominado “Ángeles de la Muerte”.
¿Qué provocó semejante crimen? Tan solo un “roce” de la víctima con otro preso y con uno de los líderes de esa facción, que decidió acabar con él, explica el fiscal.
Y apunta que “hay sospechas” de otros hechos de canibalismo en el mismo penal, pero el juzgamiento del único que presenta evidencia concreta se ha demorado por una huelga judicial local.
El caso se volvió un ejemplo del lado más atroz de las cárceles brasileñas, donde grupos criminales han impuesto reglas y castigos que incluyen decapitaciones, linchamientos y violaciones colectivas.
Las denuncias llaman la atención incluso en una región con graves problemas carcelarios, y exponen a Brasil al riesgo de recibir su primera condena de la Corte Interamericana de Derechos Humanos por la situación de sus prisiones.
“Hay una posibilidad, sí, de condena”, admite el director general del Departamento Penitenciario Nacional (Depen) brasileño, Renatto De Vitto.
Todos aquí parecen coincidir en que los problemas carceleros de Brasil se deben en gran medida al hacinamiento de sus celdas. El número de presos en el país creció 575% en los últimos 25 años (1990-2014), según cifras del Depen, un órgano vinculado al ministerio brasileño de Justicia.
El gigante sudamericano cuenta hoy con 607.731 detenidos, pero sus prisiones tienen capacidad para cerca de 377.000 reclusos. Es decir, la tasa de ocupación llega a 161%.
Es el país con mayor población carcelaria de América Latina y el cuarto a nivel mundial, detrás de Estados Unidos, China y Rusia.
“Ese aumento progresivo en las prisiones trae una serie de problemas de gestión, favoreciendo incluso la consolidación de facciones criminales”, señala De Vitto. Y apunta que “el número de muertes violentas en los presidios es seis veces mayor que la media nacional de homicidios, que ya es bastante elevada”.
El propio ministro brasileño de Justicia, José Eduardo Cardozo, dijo a comienzos de mes que los prisiones del país son “mazmorras medievales”. Un tiempo atrás había comentado que prefería morir antes que ser encerrado en uno de ellos.
El control de prisiones brasileñas por parte de los propios internos fue documentado por la ONG internacional de derechos humanos Human Rights Watch (HRW) el mes pasado.
En un informe sobre las cárceles hacinadas de Pernambuco, en el noreste de Brasil, la organización señaló que la autoridad interna reside en los denominados “llaveros”, reclusos a quienes los mandos legales penitenciarios cedieron las llaves de pabellones.
Según el reporte, basado en testimonios de exdetenidos y funcionarios públicos, esos “llaveros” venden a los demás presos desde espacios para dormir hasta drogas, y cuentan con “milicias” para hacer valer su poder a la fuerza.
Las cárceles son “uno de los problemas de derechos humanos clave de Brasil”, asegura el autor del informe, César Muñoz.
Su investigación encontró dos detenidos que dijeron haber sufrido abusos sexuales: violaciones grupales que fueron ignoradas por los guardias cuando se las denunciaron, pese a que en esas cárceles la prevalencia de VIH es 40 veces mayor que afuera. El afán de las facciones carcelarias por infundir miedo ha generado escenas recientes de barbarie.
Desde el año pasado se han reportado varias decapitaciones de presos por ajustes de cuentas o durante motines en diferentes penales del país, incluido el de Pedrinhas, donde algunos casos fueron grabados en un video que llegó a medios de comunicación a comienzos de 2014.
Uno de los presidios que más preocupan a los defensores de derechos humanos es el de Urso Branco, en el estado de Rondônia, fronterizo con Bolivia, que el mes pasado vivió una rebelión de internos.
El penal fue escenario de matanzas de decenas de presos en la década pasada, lo que llevó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a pedir a Brasil medidas para proteger a los internos.
Pero ONGs como Justicia Global han vuelto a denunciar recientemente las condiciones de esa cárcel ante la Comisión, lo que plantea la posibilidad de una condena a Brasil por parte de la Corte.
De Vitto reconoce que “todavía hay problemas” en Urso Branco, aunque asegura que el gobierno federal trabaja con todos los estados del país (que gestionan la mayoría de las cárceles) para mejorar la situación de los presos.
Una de las medidas destacadas es el inicio de “audiencias de custodia” en todos los estados, que permiten a los jueces determinar qué acusados pueden aguardar su juicio en libertad en lugar de permanecer encerrados, como era habitual hasta ahora.
Según expertos, esto podría quitarle presión a las cárceles superpobladas y ayudar a detectar abusos policiales. Sin embargo, los activistas advierten que la impunidad sigue reinando cuando se trata de crímenes tras las rejas en Brasil.
“Ya sea en matanzas, muertes o torturas provocadas por agentes del Estado, el grado de resolución de esos casos es extremamente bajo“, sostiene Sandra Carvalho, directora de Justicia Global.
Fuente: BBC
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