San Salvador Atenco, Edomex, 22 de junio (SinEmbargo).– En la plaza de Atenco, en el Estado de México, bajo el sol que cae sobre el aceite en que se fríen quesadillas, tacos y, en general, garnachas, se ve poco movimiento; es un domingo a las 10 de la mañana y, más allá de hombres y mujeres que pasan en bicicleta, todo se ve tranquilo, aunque en unas horas los pobladores habrán de juntarse para decidir, en una segunda asamblea, qué pasará con las tierras de este pueblo que, otra vez, está al borde del despojo.
Más allá de los puestos de comida está la iglesia. En la iglesia, al fondo, atrás del altar, no hay un retablo barroco atiborrado de líneas curvas unas encima de otras, doradas, para apantallar espectadores. No hay tampoco un dios sangrante clavado en una cruz que nos recuerde nuestros pecados.
Ahí atrás hay un dios vivo que saluda con la mano derecha alzada al cielo, sonriente. Y hay un párroco hablando de paz y amistad y Pascua, aquí en un pueblo en el que nos han hecho creer que habita la especie más salvaje del país, trogloditas que con machetes han retado al gobierno y a la ley; eso nos han dicho, pero la verdad es que parecen hombres, sólo hombres y mujeres y niños y una iglesia y puestos de comida y colores, regiletes y olores tan antiguos como el maíz, el trigo, la cebada, el frijol.
En un café de la avenida Insurgentes en la Ciudad de México, luego de dos horas de camino desde San Salvador Atenco, encuentro a América del Valle –hija de Ignacio del Valle, dirigente del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra-. Ella me dice con su voz ronca, enferma, que la historia de la lucha de su pueblo es más o menos así:
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