(10 de julio, 2014).- Miranda corre a pasos agigantados, casi como si volara. Con la prisa que lleva se le baja la bolsa de mandado que carga en su hombro, entre adoquines se le atoran los huaraches de correa. A lo lejos, les grita a los custodios del Reclusorio Sur, en la Ciudad de México. “Es la última vez que llego tarde”, suplica e implora. No obstante, los custodios se mantienen inflexibles ante los berreos. Nadie pasa al penal después de las tres. Una vez más, Miranda ha quedado fuera del horario de visita, cinco minutos antes.
Las reglas del penal son inflexibles cuando las mujeres se resisten a dar “mordida” por este tipo de falta; no son reglas escritas, todos las saben, pero quien se niega a cumplirlas, queda fuera. Por eso, dice entre lágrimas sueltas; “que no mamen esos pinches putos”, que todavía faltaban diez minutos para que se acabara la visita y, en sollozos, explota: “yo no les voy a dar ni madres”, arremete con furia.
Por lo menos dos veces al mes, esa joven de cuerpo entallado, vestida de blusa amarilla, overol de licra y cabello pintado, procura visitar a su padre encarcelado desde hace medio año. Está preso por el delito de fraude y realiza este trajín cada quince días desde su natal Puebla, hasta las montañas de Xochimilco. Por gratitud al hombre que le dio la vida, trata de llevarle algunos artículos que le hacen la vida más fácil: guisos, ropa, enseres para la higiene, cigarros; desde luego su presencia maternal, casi religiosa.
No obstante, para los hombres que cuidan la entrada, aquellas dificultades apenas si valen algo.
Derrotada, afuera del inmenso patio, en una de las jardineras instaladas frente al registro de visitantes, Miranda hace rabietas, ha quedado abandonada. Arroja su bolso al suelo. Se encoge sobre sus piernas dobladas, llora a lágrima suelta mientras mira los torniquetes de acceso, abandonados, estáticos. Un par de niños juegan alrededor con una pelota mientras su madre realiza la visita íntima. Una, dos, tres veces, Miranda patea la bolsa con furia.
Su imagen joven y sensual se trastorna. Convertida en un energúmeno, le levanta un dedo medio a los custodios que ahora juegan a las luchitas. “Pinches putos”.
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