Miran a la cámara relajados, quizá, un tanto bacanos. El padre se deja desparramar sobre el sofá de una sala, con un sombrero encima de su barriga y gafas oscuras. A su izquierda, un niño regordete, con el cabello a rape, mira al lente que busca arrancarle una sonrisa. Atrás, su hermana, morena, un tanto tímida, deja asomar un par de ojos redondos y brillantes por encima del sofá. A la izquierda, escolta su madre, quien posa los ojos al suelo, lejana, distante, engarrotada por la angustia.
Parece una familia cualquiera, un domingo ordinario, una foto ordinaria. No lo es. Sin saberlo, el fotorreportero de The Washington Post, Dominic Bracco, captó el último de los retratos que le hicieron a la familia de José Santiago Valencia Sandoval, antes de ser “ejecutados”.
Las notas periodísticas que dieron cobertura al macabro acontecimiento sólo dijeron: el cuerpo de un hombre mayor, una mujer y tres de sus hijos fueron encontrados muertos el pasado 19 de junio. Todos estaban abandonados en un lote baldío con notables huellas de tortura, y su camioneta negra, totalmente baleada. La nota trascendió sólo tras conocerse que éste formaba parte de las autodefensas en Tepalcatepec, el mismo municipio encabezado por José Manuel Mireles, hoy encarcelado en un penal de Sonora.
“Cuando lo conocimos, Valencia no parecía sentirse perturbado por los peligros que enfrentaba, pero hablaba con seriedad sobre los problemas que se vivían en su pueblo natal”, reza la entrada firmada por Partlow.
“Él sentía que el movimiento de las autodefensas, que se había esparcido por todo Michoacán –con el apoyo del gobierno mexicano– estaba siendo corrompido por el cártel de la Nueva Generación de Jalisco. El grupo al que él se había unido, dijo, se estaba convirtiendo en una fachada para criminales y podría terminar tan corrupto y abusivo como el cártel del que había desertado.”
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Irónicamente, aquella premonición fue alertada también por uno de sus líderes, el doctor José Manuel Mireles. Alentada por el Comisionado de Seguridad en Michoacán, Alfredo Castillo, cuando desistieron de seguir en un espacio de indefinición jurídica, una especie de anomia, algunos de los otroras autodefensas en Michoacán, desde el pasado 10 de mayo, pasaron a formar parte de la nueva Policía Rural Estatal. Entregaron las armas por uniformes. Y a cambio de sus cuernos de chivo rústicos y bárbaros, les dieron fusiles de asalto R-15.
En la ceremonia estuvo el representante federal y Estanislao Beltrán, alias Papá Pitufo, a quienes los “legítimos”, acusaron de haber “traicionado” los principios que le dieran vida a las autodefensas. Mireles Valverde había denunciado que sus antiguos compañeros, Los H3, habían incorporado a extemplarios y sicarios de la organización delictiva Los Viagras al nuevo cuerpo. Ellos, junto con el comisionado, habían regularizado “puros criminales”: “son el nuevo cártel”, dijo. Entonces el acoso no paró de ir y venir. La pronunciación continua tampoco.
Así fue hasta el pasado viernes, cuando el enfrentamiento verbal culminó con su detención el pasado 27 de junio, en un restaurant de pollos dentro de la comunidad de La Mira, cerca del puerto de Lázaro Cárdenas. Mientras unos se hicieron los irrevocables aliados, aunque bajo la mirada expectante y la denuncia en ciernes; los otros, simplemente, fueron eliminados: cárcel o muerte.
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