(2 de octubre, 2014).- La lluvia se abre torrencial, caprichosa y violenta. Propaga charcos profundos y apaga esos intensos rayos del sol que secan a la vacas y queman la piel. Ha nacido el milagro en la comunidad de Vícam, uno de los ocho pueblos de la etnia yaqui; territorio de aguas escasas y violencia política. “Así es Sonora”, atina a decir el activista de derechos humanos, Hermes D. Ceniceros.
Un joven nos recibe a la entrada del pueblo. Apostado sobre la carretera México-Ciudad Obregón, detiene a los camiones de carga que buscan llegar a la capital del estado, Hermosillo o al puerto de Guaymas. Se nota nervioso, sino es que tenso. Mira detrás de unas gafas negras y una gorra de cementos y construcciones a los conductores aburridos e insolados; ahí están en sus carros, rezan porque no se les pudran sus mercancías.
Dos días antes, el indígena yoreme, Fernando Jiménez, fue detenido por elementos de la Policía Estatal de Investigaciones (PEI). Él, junto con Mario Luna y Tomás Rojo –ambos voceros de la tribu–, tienen órdenes de aprehensión por su supuesta participación en el secuestro, asesinato y robo a otro integrante de los yaquis, Fernando Romo Delgado.
La persecución duele y se manifiesta en rencor a los yoris –nombre que los yaquis le dan a los blancos o mestizos. En tanto, el plantón sin embargo no cesa ni se detiene. Están en franca confrontación con el gobernador del estado, el panista Guillermo Padrés. Defienden sus aguas que Lázaro Cárdenas les otorgó en la década de los cuarenta del siglo pasado.
‒Buscamos al capitán Cesario o a Lauro Baumea –atina a a decir el mestizo, Gerardo Valenzuela, quien nació en la comunidad hace décadas. Funge como el guía y conoce casi todos los pormenores de las luchas que han emprendido sus paisanos.
‒No está –contesta enfáticamente a los foráneos
‒Aquí el joven viene de la Ciudad de México, lo mandó Tomás Rojo.
‒Quién sabe, aquí no nos avisaron nada.
‒¿Lo podemos esperar aquí? ‒insiste.
‒Si, pero le repito que quién sabe si vengan. ‒nos corta la conversación, mientras blande un par de acicates con los que detienen a quienes desafíen a la ley india. ¿Duelen?, le pregunto a nuestro guía. Se ríe a carcajadas que no oculta ni por instante. “Dile que te las pongan a ver si no chillas”, sostiene, retando, mientras se toma un caldo de caguamanta.
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