Como se esperaba, la respuesta del peñismo y de los grupos oligárquicos al acuerdo nacional convocado por Miguel Ángel Mancera Espinosa fue el rechazo, pese a que la propuesta salarial del jefe de gobierno capitalino es tímida. Aun cuando el radicalismo no es su norma ideológica, política y socialmente justiciera, Mancera carece de ella, al igual que lo que se llama izquierda civilizada uncida al sistema político autoritario mexicano.
La iniciativa de Mancera Espinosa no propone eliminar la férrea ley de bronce impuesta desde 1983 por los neoliberales al conjunto de las categorías salariales. No aspira a que el aumento que sugiere sea extensivo a los salarios contractuales. Quizá porque suponga que, de momento, los trabajadores que reciben ese ingreso no lo necesitan en la proporción que busca que se eleven las percepciones mínimas, ya que, acaso, la pobreza no es tan degradante como la miseria. O porque, astutamente, piensa que por algún lado tiene que empezarse a doblegar la razón neoliberal antisocial, y la mejor manera es iniciar con los ingresos del submundo de los subhumanos que perpetúan la indigencia, con el objeto de homologarlos en el escalón de la pobreza de los contractuales, nivel en donde, de todos modos, no podrán satisfacer sus necesidades esenciales.
En la realidad, las diferencias entre los salarios contractuales y los mínimos son cuantitativas. Supuestamente, aquellos obtienen mejores ingresos porque, en contraste con éstos que son fijados por decreto, se negocian “libremente” entre sus sindicatos –la mayoría controlados por la estructura corporativa del Estado y los patronos, y los pocos independientes que quedan se encuentran diezmados, a la defensiva– y los empresarios. Y sus aumentos dependen de la fuerza de sus organizaciones, la situación de la economía y las empresas, la “productividad” o la “competitividad”. Pero si se consideran los resultados obtenidos, sus incrementos muestran sus ataduras de las variaciones de los salarios mínimos, del sindicalismo oficial y de las adversidades económicas y laborales. Entre 1983 y 2014, periodo que comprende el ciclo neoliberal, los salarios contractuales apenas lograron un aumento de 2.37 puntos porcentuales, en promedio, por encima de los mínimos; con el panismo (2001-2012) la diferencia fue de 0.26 puntos, y con el peñismo (2012-2013) de 0.14 puntos, según datos del Banco de México.
Tampoco busca un acuerdo para recortar a la mitad las remuneraciones (salarios y prestaciones) del Poder Ejecutivo, Legislativo y Judicial, o en un porcentaje significativo, y cuyos montos actuales son insultantes para el 82 por ciento de las personas ocupadas (40.6 millones de 49.5 millones) que reciben hasta cinco veces el salario mínimo (328 pesos diarios, o 9 mil 837 mensuales). Cantidad insuficiente para adquirir la canasta alimentaria y no alimentaria (transporte público, limpieza, cuidados de la casa y personal, educación, cultura, recreación, vivienda y salud, prendas de vestir y calzado, entre otros bienes y servicios) para escapar de las cloacas de la miseria y la pobreza, pese a que el humor negro del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), que estima la “líneas de bienestar” por persona, es decir, de las dos canastas, en 53.46 diarios para las zonas rurales y en 84.22 pesos en las urbanas, o en 1 mil 603.66 pesos y 2 mil 526.49 pesos mensuales, respectivamente.
Estadísticamente esa elite, sierva de la oligarquía, forma parte del 6.7 por ciento (3.3 millones) de las personas que ganan más de cinco veces el salario mínimo. En sentido estricto, integra el club selecto del 1 por ciento, el 0.1 por ciento, o el 0.000006 por ciento. Esa minoría que el occupy Wall Street (ocupa Wall Street), el Movimiento 15-M o movimiento de los indignados y otros descontentos del colapso sistémico de la “globalización” de 2008 acusaron de tomar las decisiones socioeconómicas y políticas en contra de los intereses de inmensa mayoría de la población, mientras salvaguardaban sus intereses personales.
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