Cuando asesinan a un periodista, cuando lo amenazan, lo amordazan o lo desaparecen, la sociedad pierde información. Deja de saber, se vuelve algo ciega y un poco sorda. En un régimen que se precie de ser democrático, en un país que se presume republicano, gobernado por la legalidad, salvaguardar el derecho a la libre expresión es una de las garantías individuales consignadas en la Constitución.
México es ese país pero sólo en papel. En México el Artículo 7 de la Constitución refiere el derecho a la libre expresión y la manifestación de las ideas. México se ha adherido a la declaración de la defensa y la protección de la libre expresión en el ámbito internacional. México ha creado mecanismos de protección para los periodistas y en México también el Gobierno Federal instauró una Fiscalía Especial para Delitos cometidos contra la Libertad de Expresión (FEADLE). Pero en México la realidad no coincide con lo que está dicho en papel. Este país no es más que una simulación. Actualmente México es el país, en América Latina, más peligroso para el ejercicio del periodismo.
Un análisis de datos y estadísticas de la organización Reporteros sin Fronteras, refiere: “México es uno de los países más peligrosos del mundo para los periodistas; las amenazas y los asesinatos a manos del crimen organizado –incluso de las autoridades corruptas– son cosa de todos los días. Este clima de miedo, junto con la impunidad que prevalece, genera autocensura, perjudicial para la libertad de información”.
En efecto, los periodistas en México, aquellos que no han cedido a la tentación oficial encarnada en contratos publicitarios, manipulación de información, prebendas y beneficios económicos diversos, están entre dos fuegos: Entre las amenazas y las balas del narcotráfico, y las presiones políticas, fiscales, económicas, del Gobierno, sea este de la Federación, del estado o del municipio.
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